“Llevo doce años trabajando como profesor de secundaria en un instituto público y aún es la hora de que venga a verme un padre para pedirme que le suba el nivel a su hijo. Lo que sí he recibido es la visita de docenas de padres que me han pedido que baje el nivel de la clase para que todos los alumnos desciendan hasta el de su hijo”. Eso me decía hace un par de días un amigo que, como buen conocedor de lo que se cuece en esa olla de huevos flotantes conocida como “sistema educativo público español”, lleva a sus hijos a una escuela privada. Estamos hablando de un tipo al que le llegan a clase alumnos de catorce años que tienen serias dificultades para leer sin tropezarse. Y ese no es el mayor de sus problemas. 

Digan lo que digan sus detractores, la escuela pública española no es la mejor máquina jamás inventada por el ser humano para la perpetuación in saecula saeculorum de la división social por niveles de renta, sino sólo la segunda de la lista. La primera son los padres. Esos que hoy van a apoyar una huelga de sus hijos en contra de las “reválidas franquistas”. Llamadas así en honor del único dictador de la historia de la humanidad que ha mandado más muerto que vivo.
Esos padres, digo, que no encuentran ninguna contradicción entre quejarse de que el futuro de los estudiantes dependa “cada vez más de las familias, de su tiempo, su formación y sus recursos”, es decir del esfuerzo que le echen a la educación de sus hijos, y despotricar al mismo tiempo de las reválidas, es decir del esfuerzo que los hijos le echen a su educación.

Resulta curioso que esos padres sepan ver los beneficios del tiempo que los padres dedican a sus hijos, un reconocimiento implícito de que cualquier esfuerzo personal revierte en beneficios tangibles, pero sean incapaces de ver los del tiempo que sus hijos se dedican a sí mismos. Quizá consideran que sus hijos son profundamente idiotas y que cualquier esfuerzo por su parte será en vano.

Y es que tras las críticas, siempre superficiales y ampliamente desinformadas, sobre los deberes, los exámenes o todo aquello que le suponga la más mínima molestia al chaval de turno se puede entrever una profunda desconfianza en el concepto mismo del aprendizaje. Creen muchos padres en España que no existe nada que valga la pena ser aprendido o que, en el caso de que la valga, eso puede ser logrado mediante métodos no invasivos e indoloros. Quizá confunden educación con adoctrinamiento, que, este sí, requiere de una total pasividad cerebral por parte del receptor para ser aprehendida en toda su insondable estupidez. Dios quiera que nunca les tenga que operar de un tumor el lerdo de su hijo.

La educación pública en España va camino de convertirse, si triunfan en esta batalla los apologistas del buenrollismo, en una nueva lotería. Es decir en un impuesto al analfabetismo de los padres. Impuesto pagado, eso sí, en dinero ajeno. Concretamente en esa moneda llamada “el futuro de mis hijos”.

Me gustaría preguntarle a estos bienintencionados defensores de “una educación pública de calidad” en qué consiste su concepto de “educación”. En la práctica. Porque intuyo que esta no es en su cabeza más que una palabra que define una realidad vaporosa, etérea, a la que se le supone una bondad intrínseca y muy pancartera, sin relación alguna con la realidad material. Oséase un dios. Un dios al que se adora sin saber muy bien cómo ni por qué, y siempre y cuando la liturgia asociada no dé excesivo trabajo. Una religión relajadita para pijos y bobos de carrito con balcón a la calle. Un budismo de chichinabo, que ya es decir.