Ver un informativo completo me supone un auténtico suplicio. No soporto ver cómo toda una generación de niños salva el pellejo a duras penas, sobreviviendo a bombardeos continuos sin haber pasado un solo día sin jugársela haciendo algo tan normal como intentar llegar al colegio. Si es que tienen la suerte de que el suyo siga en pie. Si es que el maestro no ha sido asesinado. Si es que consiguen escapar a los depredadores sexuales que los esperan en el camino hambrientos de sus prietas carnes que a menudo exhiben en twitter sin que la red social los denuncie a la policía o siquiera las retire porque, dicen, no tienen obligación de hacerlo.

Se me parte el alma cuando me entero de que hay un niño de cuatro años que ha sido separado de sus padres preadoptivos porque un fallo de quién sabe qué mierda de sistema lo ha tenido en el limbo de las suposiciones hasta que finalmente han decidido que viva con su madre biológica, a la que no le presupongo incapacidad alguna y a la que considero igual de víctima que a los padres que lo cuidaron hasta ahora. El niño con cuatro años es consciente de absolutamente todo, pero dudo mucho que pueda entender por qué han jugado con él hasta este punto, tratándolo como cuarto y mitad de choped que cambian de emparedado en los recreos.

Entonces alguien dice que es que soy muy sensible. Por llorar con el telediario.

Con el cine no tengo mucha más suerte. A las evidentemente lacrimógenas, de las que huyo como de la vara verde, se unen otras en las que el drama puede ser cualquiera de sus columnas vertebrales. Estoy preparándome como puedo para ver la última película de Juan Antonio Bayona a pesar de que le debo amor absoluto y algo más que admiración porque solo el tráiler de Un monstruo viene a verme me ha ahogado en un mar de congoja. Un niño que sistemáticamente es agredido en el colegio, cuya madre sufre una enfermedad terminal y que inventa un mundo ficticio para sobrevivir en el real me produce un dolor inmenso. Me resulta demasiado real incluso en el mundo literario y cinematográfico en el que se gestó.

Entonces alguien razona que es que sólo disfruto con las comedias.

El mar en cuya orilla pasé los mejores momentos de mi infancia tiene en su fondo más cadáveres que ningún otro. A veces sueño que sigo pescando pulpos con El Viejo y que cuando levantamos una de las piedras del fondo buscándolos, aparece un cadáver con los ojos comidos por los peces. Intento salir a flote para coger aire pero el muerto no me deja, se interpone en mi camino, como queriendo que asuma mi responsabilidad en su infortunio.

Me despierto llorando intentando escapar de muertos que no son míos pero a los que he dejado sepultar en el Mediterráneo.

Mis lágrimas no sirven de nada más que para que se deshaga el nudo que me impide respirar. He aprendido que mi purgatorio personal no tiene por qué conmover a nadie más, aunque me niego a asumir que si todos sintiéramos el mismo dolor por las mismas cosas, nada de esto sucedería. Pero entonces aparece alguno que, extrañado por mi reacción frente al televisor, me pregunta sin esperar a que coja aire “¿por qué lloras?”

Y entonces lo entiendo todo.