Se convierte la muerte en cotidiana a partir de una edad. Llevo varios funerales demasiado seguidos en el calendario y no me da tiempo a quitarme de encima esa tristeza que se ha pegado a la camisa. Amigos de mi edad que empiezan a quedarse solos. Así están siendo estos días hilvanados en hilo negro. Extraños, repetidos, duros, amargos.

El mensaje de móvil, el amigo destrozado, su madre muerta y el nudo que oprime el pecho hasta la espalda.

El escenario cambia y el dolor es idéntico, casi físico. Las miradas perdidas, la mandíbula prieta y el abrazo que dura más que nunca. Allí te quedas, diciendo lo que puedes entre titubeos, torpezas y un cariño inmenso, sabiendo que todo es jodidamente difícil. Que ya está. Que nada vale. Que todo sobra. Que nada puede ayudar. Que incluso estorbas queriendo hablar.

“Ya no la voy a poder llamar”, me dice mi amigo entre lágrimas. Y la palabra mamá cobra una fuerza que, por repetida, no se gasta. El egoísta que habita en cada uno de nosotros quiere irse de allí, salir fuera del tanatorio y llamar a la suya.

-“Mamá, qué haces. Sólo quería oírte”.

No hay palabras que reduzcan el inmenso dolor que hunde los hombros y los ojos hasta la nuca de tu amigo, esa aflicción que vence, que aplasta. Todos dan consejos en la sala de espera (de espera, qué definición más punzante). Hay saludos involuntarios. Besos atropellados. Olor a flores. Esas que, aún siendo las mismas, huelen diferente en un bautizo, en una boda y en un entierro.

Tu amigo se hunde en tus brazos y al mismo tiempo lo haces con él. La vida tiene poquitas letras, dos menos que la muerte. Por eso se pasa rápida y la otra se intuye larga. Te llora, le lloras y le dices que no llore o que llore lo que quiera. Aparecen las anécdotas de niño, el jersey que se compró de color verde, los primeros juegos y las buenas noches. Y no quieres decir nada porque nada le calma.
Nada.

No quería escribir nada de todo esto. Ni siquiera me sale lo que de verdad quiero decir. Por eso vuelo en círculos sin aterrizar en el verdadero dolor que supone. Entiendo que las madres no por serlo son perfectas, ni todos querremos igual a las nuestras. Tal vez algunos queréis más a los padres. Yo qué sé. Pero cada uno escribe de lo que le escuece, de aquello que le araña o que le espanta. Las madres son poderosas y valientes, nos quitan los dolores con saliva, nos quitaron los miedos y dejaron la puerta de nuestra habitación abierta por si acaso llegaban las pesadillas o entornadas por si llegaban los Reyes, llamaban al médico y nos cogían en brazos el día de la operación de anginas, prepararon los cumpleaños y compraron ropa que no queríamos pero que tocaba tener, remendaron la mochila, aprendieron a soltar cuerda cuando quisimos crecer, crecimos, nos llamaron desde el balcón para la cena, crecimos más, fingieron que no sabían que nos enamorábamos, nos ayudaron con los deberes y con las excusas, con el primer contrato y el primer paro, dijeron “adelante, tú puedes”, nos esperaron por la noche, supieron de nuestras mentiras, dejaron la nevera llena, hicieron copia de llaves, repitieron la comida que más nos gustaba en domingo y nos contaron las mismas anécdotas de cuando fueron niñas en su vieja España. Y ahí, cuando todo se va, cuando tu amigo o tu amiga llora… vuelve el niño. Ese que decía “mamá”.

Qué jodido no poder consolar a tus amigos con palabras.

No pienso releer nada de lo escrito. Solo quería estar.