Este miércoles asistiremos a un acontecimiento inusual en la vida del Partido Popular. Su máximo líder, Mariano Rajoy, ha decidido, en una concesión sin precedentes, pedir opinión a sus compañeros de dirección sobre las seis condiciones planteadas por Ciudadanos y que deberá cumplir si aspira a que el partido de Rivera acabe votando a su investidura. No quiere esto decir que a Rajoy le haya entrado de repente un ataque de democracia interna, sino que sabe de antemano que la borreguez de sus compañeros les llevará, sí o sí, a menear la cabeza de arriba abajo o de izquierda a derecha a una simple indicación de su amo.

Comportamientos así confirman lo contrario de lo que parecen pretender: que no hay nada menos democrático que un partido que se llama a sí mismo democrático; y que no hay nada más cobarde que un político que no se debe a los ciudadanos que le han elegido sino a quien tiene el poder absoluto para enviarlo aquí o allá, al Congreso o al paro.

Rajoy desprecia la democracia interna del PP, al igual que la opinión de sus compañeros, porque la sabe de antemano y no le importa en demasía; incluso la de aquellos que podrían opinar lo contrario que él, que los hay aunque no lo parezca, pero que no van a tener el valor necesario para verbalizarlo hasta que se convierta en ex, hasta que su nombre sea tan solo un triste recuerdo. Además, desde que ascendió a las alturas del PP, ya se ha ido encargando de ir aniquilando de una u otra manera a casi todos aquellos que podrían opinar lo contrario, hacerle sombra o simplemente demostrarle que es bastante más inútil que ellos.

El presidente sólo pretendía con este ataque participativo ganar tiempo, pero no para dibujar estrategia alguna sino simplemente para irse de vacaciones, que el curso ha sido muy duro y el que viene se aventura más rocoso todavía. Ganar tiempo para alargar aún más la incertidumbre política –a él parece darle igual–, descansar lánguidamente, tener más tiempo para el Marca, no quitarle ojo a la televisión olímpica y echarle el gafe a los deportistas españoles cada vez que opina.

Debería tomar Mariano el ejemplo de Rafa Nadal que al contrario que él eligió no irse de vacaciones en agosto. Que habiendo conquistado todo lo conquistable en su trabajo –trabajo que arrancó muchos años antes de que un tal Rajoy ni tan siquiera soñara que podría ser presidente del Gobierno– y estando todavía convaleciente de una dura lesión de su muñeca izquierda decidió dar la cara en Río de Janeiro, coger la bandera de España, ponerse al frente de nuestro equipo y dejarse hasta el último aliento en su intento de conquistar un peldaño más.

Y lo hizo con una victoria de oro y dos derrotas agónicas que, tópicos al margen, sirven para poner en valor el trabajo hasta la extenuación de un deportista único e irrepetible, a la vez que retratan la vaguería hasta el insulto de muchos de nuestros rectores políticos, más proclives a la siesta que al esfuerzo. Nadal ha trabajado más horas sobre las pistas de Río que Mariano Rajoy y todo su equipo junto intentando sumar un solo apoyo para desbloquear una situación que da más pena que risa.

Pero es que Mariano no es Rafa ni es de oro, ni de plata, ni tan siquiera de bronce. Mariano sólo es humo. Y como humo se desvanecerá.