Hace unos años Angela Merkel necesitó armar una gran coalición con su mayor rival, el SPD, para poder seguir en la cancillería. Le ofreció a su oponente establecer el salario mínimo y elevar el gasto en educación e infraestructuras, entre otras concesiones dolorosas; y si dolían era porque formaban parte del programa de los otros y no del suyo. Así es como se pacta con quien sólo semanas antes te estaba disputando el gobierno. Que Angela Merkel acabe de urgir a su colega en funciones Mariano Rajoy para que cierre cuanto antes un pacto, más que una prueba de confianza en él, puede leerse como una indicación acerca de lo que debería hacer y ni siquiera ha intentado.

Simplificando, Mariano Rajoy, flamante ganador de las elecciones del domingo pasado y confirmado perdedor de 49 preciosos diputados que le permitían gobernar a placer y sin consensuar jamás nada con nadie, tiene dos caminos para revalidar su cargo: pactar con los demás partidos situados a la derecha del espectro político o pactar con el primer partido de la izquierda, en ambos casos con el inconveniente de tener que entenderse con quienes no han cesado de proclamarle inidóneo para presidir el gobierno reformista que todos dicen pretender y que el electorado español, asignando dos votos contra el PP por cada voto que le ha dado, parece tener como opción preferente.

El pacto por la derecha está verdaderamente complicado. Y no sólo porque el que tiene más escaños, Rivera, exhibiera en el debate esas dos cartulinas con el malhadado SMS a Bárcenas y los apuntes del ex tesorero sobre los presuntos pagos de dinero B a Rajoy, sino porque exigiría formar una mayonesa con cosas que ligan tan poco como el españolismo reactivo de Ciudadanos y el localismo centrífugo de PNV, Coalición Canaria o, en el colmo, CDC o como quiera que se acabe llamando. ¿Qué caramelo puede ofrecer a los nacionalistas que no amargue a los de la formación naranja? Mucha imaginación necesita el invento.

En cuanto el pacto con el PSOE, que arriesga en el trance su propia existencia, además de la coherencia con sus mensajes electorales, requiere de una inventiva, una generosidad y una dosis de renuncia espectaculares, que el lento motor diésel del presidente en funciones (sin turbo, ni previsión de instalarlo) puede tardar siglos en desarrollar. Y ni aun así tendrá fácil que quien quiera que sea el que decida desde detrás del puño y la rosa se avenga a dar el salto mortal que supone abrazarse a él. Alguien en Génova se ha emborrachado demasiado de victoria, o fía demasiado a la supuesta obligación moral de su adversario de dejar expedita al PP la ruta de Moncloa, aunque no le ponga sobre la mesa ninguna concesión de verdadero calado.

Por ahora, Rajoy sólo ofrece al PSOE cargos y apuntalar alcaldes y presidentes autonómicos en el alero. No debe de haber leído aquellas luminosas palabras de Gómez de la Serna (Ramón, el escritor, no su exdiputado comisionista): "Todo hay que sacrificárselo al ideal. Ser idealista es lo imprescindible".

Y así le va. Y nos va.