Pretendía escribir esta semana el obituario de Mariano Rajoy pero será él quien escriba el mío y el de todos aquellos que creemos que un país que se precie no debería tenerle de presidente. Los ciudadanos, que siempre tienen razón incluso cuando no la tienen, le han absuelto de todos sus pecados, han dicho que le quieren y que le perdonan; han decidido blanquear la podredumbre que desprendía y han vuelto a teñir de azul un país que las encuestas y sondeos, con más imaginación que fundamento, habían coloreado de morado y pánico.

El Partido Popular ha ganado y ha ganado muy bien, aunque está por ver si le acaba sirviendo de algo. Todos los demás, me refiero a los grandes, han perdido y han perdido rotundamente, aunque no hay que descartar que aun derrotados puedan volver a frenar la segunda ascensión de Mariano. Lo que parece fuera de toda duda, a la vista de los resultados, es que los ciudadanos han mirado para otro lado, se han tapado la nariz, cerrado los ojos, taponado sus oídos… para votar al PP. No les ha temblado el pulso a la hora de votar a una forma de hacer política que habita más cerca de los juzgados que de la calle. Pero los ciudadanos, insisto, siempre tienen razón incluso cuando no la tienen.

Y es que cuando el terreno está convenientemente abonado el miedo siempre acaba imponiéndose, siempre gana y esta vez lo ha hecho por goleada. A los españoles no parece darles vergüenza que su presidente sea un (presunto) corrupto y que el partido que le sostiene esté en  busca y captura. Es más, a los ciudadanos, caretas fuera, parece importarles lo justo la corrupción y el abuso sistemático por mucho que se rasguen las vestiduras. Y a lo peor tienen razón. A lo peor tienen razón y los equivocados somos nosotros, los patéticos perdedores que no sabemos distinguir entre la opinión pública y la opinión publicada, como diría un viejo presidente del Gobierno.

A la hora de la verdad, esto de la decencia política, la honestidad de la función pública, la ética, el valor y la responsabilidad de una sociedad civil con principios puede ser una tragedia o una fruslería en función de que el pecador sea nuestro o del equipo contrario. A los españoles sólo parece interesarnos la corrupción si es de los otros.

A Mariano Rajoy no le han pasado factura ni Dios ni los hombres. Ni su pernicioso ministro de Interior (Jorge Fernández ha mejorado los resultados en Cataluña y ha superado incluso a Ciudadanos) ni tener imputado por corrupción al grupo municipal de su partido en Valencia (el PP ha ganado en esta comunidad dos diputados con relación a los resultados del 20-D), por citar solo dos ejemplos de última hora que hablan por sí solos. Visto lo visto, los votantes no hubieran pasado factura al todavía presidente en funciones aunque le pillaran in fraganti comiéndose a un recién nacido o llevándose el dinero del cepillo de la catedral de la Almudena. Rajoy lo apostó todo al o yo o el diluvio y logró que el terror a lo que pudiera pasar prevaleciera sobre el buen juicio que se le supone a una ciudadanía bien informada.

El diluvio sí que se llevo por delante, por uno u otro motivo, a Pedro Sánchez y Susana Díaz; a Pablo Iglesias, Íñigo Errejón y Alberto Garzón; incluso a Albert Rivera. El votante en tiempos revueltos acarrea a sus espaldas un miedo pastoso y radical y no quiere ni a pusilánimes ni a prepotentes; tampoco a aspirantes virtuales o visionarios de cartón piedra; y mucho menos a falsos profetas, demagogos e impostores, de los que se ignora si son lo que parecen o simplemente parecen lo que realmente son.

La estrategia del miedo, ese miedo de última hora que atemoriza y descompone, ese miedo que siempre gana, ha sido el principal aliado de Mariano y sus lamentables circunstancias. El miedo ha llamado más de dos veces a la puerta de un electorado medroso y ha reblandecido sus meninges, cercenado a los últimos valientes, nublado la razón y guiado la mano de cientos de miles de españoles que, posiblemente, hubieran depositado un voto distinto si la consulta del brexit hubiera tenido lugar la semana que viene, la bolsa no se hubiera despeñado este último viernes como si ya no hubiera un mañana, o el ¡que viene Podemos! de encuestas y sondeos –vaya papelón– no hubiera abierto la caja de Pandora y hubiera retrotraído a más de uno a un mundo de posguerra repleto de fantasmas imaginarios.