A 50 días de las elecciones del 26-J los partidos, finalmente, parecen haber convenido algo por unanimidad: que no hay acuerdo, ni siquiera, para gastar menos de forma controlada y común en el proceso electoral. Si ni siquiera logran pactar sobre cómo derrochar menos en una campaña que no ha empezado y que ya aburre, ¿alguien de verdad espera que pacten al respecto de las opciones de Gobierno que se deriven del resultado de los comicios?

Resulta del todo decepcionante que, una vez convertidos –por ellos- en un fracaso los resultados que los ciudadanos propiciamos el 20-D, los partidos ni siquiera hayan tenido el detalle de concertar, coordinadamente, un menor gasto en esta nueva convocatoria; expendio que, por otro lado, y al menos en parte, acabamos pagando entre todos. Parece que la más absoluta incapacidad para llegar a acuerdos, incluso en asuntos que no resultan tan esenciales, se erige como el axioma de esta extraña encrucijada en la que se encuentran –inmóviles, detenidas, como el país-, la nueva y la vieja política.

El acuerdo PSOE-Ciudadanos de aquellos lejanos tiempos en los que Pedro Sánchez soñaba con la Moncloa no ha servido para gran cosa; quizá, para que algunos votantes perciban a estos dos partidos como los más flexibles e integradores en esta nueva etapa. Pero también para que los electores más tajantes de entre los que los votaron se sientan ultrajados al observar cómo su voto ha ido a asociarse, sin sospecharlo previamente, con quien no le resultaba cómodo que lo hiciera.

Rajoy continúa en la cueva, ésa en la que se encuentra tan a gusto, sin fallos ni tensión, e Iglesias ha tenido la astucia estratégica de engullir a Garzón, que ha sido todo facilidades. Agradecido debería estarle, si no fuera porque, insaciable, Pablo ya ha pasado página y ahora sólo piensa en Sánchez.

En cualquier caso, los cuatro grandes partidos mantienen a sus cabezas de lista, sus programas y sus ideas: ninguno ha debido cometer error alguno en este último tiempo y la culpa, siempre, es de los otros tres.

La verdad es que si han sido incapaces de llegar a acuerdos que generen gobernabilidad hasta ahora, si se muestran incompetentes para reducir de forma conjunta los gastos electorales, cuesta creer que vayan a entenderse tras el 26 de junio. En este escenario tan poco afortunado lo mínimo sería que, al menos, dilapidaran poco y que no nos condujeran, como parece que vamos, al tedio ingrato de una campaña prescindible. Entre otras cosas porque, como afirmó la secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, “los españoles ya nos conocen a todos”.

Sí, los conocemos. En algún caso, demasiado. Precisamente por eso preocupa tanto que algo como la consecución de pactos, que parece inevitable tras el 26-J, se contemple hoy como una idea tan etérea como quimérica. A 50 días de la jornada clave en política nacional, resulta difícil ser optimista.