Se cumplen exactamente 20 años de la jornada más amarga que jamás haya provocado la montaña más elevada del mundo. Aquel 10 de mayo de 1996 el Everest rugió como nunca lo había hecho y castigó con su mayor condena, la muerte, a diez montañeros.

Uno de los que participaron en la mítica gran tragedia del 96, Beck Weathers, también murió. Pero no del todo. Pasó 36 horas a más de 40 grados bajo cero y por encima de los 8.000 metros de altura. Exhausto, ciego, sin beber ni comer, y sin protegerse de aquella tormenta misteriosa e inesperada que aún nadie sabe de dónde salió, aún así, Weathers, milagrosamente, sobrevivió.

Aunque tal vez habría que decir, más literalmente, que resucitó. Sus compañeros lo dieron por muerto –prácticamente lo estaba– y lo abandonaron para que formara parte de la ristra de cadáveres que frecuentan la ruta a la cima del Chomolungma, como lo llaman los tibetanos.

Pero este obstinado patólogo tejano abrió los ojos –o quizá no– y vio a su familia llamándole –eso asegura– e, increíblemente y contra cualquier pronóstico razonable, se levantó. Logró caminar, aunque cayéndose en la nieve cada pocos pasos, hasta dar con el campamento y así disfrutar de una segunda oportunidad en la vida; ésa misma que se le niega a todo el mundo que alcanza sus mismas penosas y dramáticas circunstancias. Cuando lo vieron llegar al campamento de altura número IV, quienes ahí estaban creyeron que era un fantasma. Y, probablemente, lo era.

Su historia, parte de la cual aparece en la impactante película recientemente estrenada Everest, emerge con mucho mayor detalle en su propia versión de los hechos, que se publica esta semana con el título de Dado por muerto.

Para quienes no estén familiarizados con la alta montaña quizá resulte difícil hacerse una idea de hasta qué punto Beck Weathers estuvo muerto. Quizá las consecuencias definitivas de tantas horas por encima de la zona de la muerte sirvan para ilustrar esa realidad: sufrió tantas congelaciones y tan importantes que perdió la nariz y las dos manos.

Sin embargo, a pesar de las pérdidas, con ese penúltimo aliento inesperado también recuperó su vida y, al mismo tiempo, salvó su matrimonio que, de otro modo, se hubiera ido a pique nada más regresar del Himalaya.

No están del todo claras las razones por las que alguien hace algo tan verdaderamente comprometido y agotador como subir una montaña de más de 8.000 metros. Muchos –demasiados– mueren en el intento. Uno de ellos fue George Mallory, quien quizá alcanzó la cima del Everest en 1924, con Andrew Irvine, antes de caerse y quedarse allí; no se sabe con certeza si holló la cima, pero sí se conoce por qué quiso subir esa montaña: "porque está ahí". Casi 30 años después lo consiguieron –a la vez, ya que nunca desvelaron quién pisó primero la cumbre-, el neozelandés Edmund Hillary y su sherpa Tenzing Norgay.

Cada uno tiene sus propias razones para decidirse a afrontar los múltiples peligros de semejante aventura. Weathers huía de sus depresiones y de una vida familiar con demasiadas carencias. En la montaña conseguía aislar sus problemas y mantenerlos alejados de sí mismo al menos durante un tiempo; además, cada cima que lograba le nutría de la autoestima que le faltaba.

En aquella jornada de hace 20 años, en aquella terrible noche y el día que la siguió, Weathers perdió muchas cosas, pero ganó otras. No se dejó anestesiar por el frío y la extenuación que, con frecuencia, parece la opción más sencilla y menos dolorosa: acurrucarse y dejarse llevar. En el fondo, no será mucho tiempo. Pero él, tejano obstinado, prefirió luchar por su vida. Y ganó.