Una de los tareas más instructivas de mi vida como periodista fue la cobertura de la recta final de la campaña del Partido Comunista de las Tierras Vascas, mascarada de Batasuna en las elecciones autonómicas de 2005.

Para evitar la ilegalización el PCTV prescindió en sus actos de toda la parafernalia abertzale, en los mitines ni siquiera había ikurriñas y por supuesto ningún dirigente de Batasuna apoyó la campaña. El amateurismo de aquella gente del PCTV produjo escenas desternillantes. Como cuando el jefe de prensa envió al tartamudo de la lista para que fuera entrevistado por las radios. El ambiente oscilaba entre lo intimidatorio y lo cómico. Lo habitual del ecosistema abertzale.

La noche electoral cayeron las caretas y Arnaldo Otegi entró triunfal en el pabellón de La Casilla de Bilbao para celebrar los 9 escaños conseguidos. Cantó el Eusko Gudariak con el puño en alto y todos lo grabamos. En la tropa de periodistas Otegi infundía respeto, incluso algo parecido a la fascinación. Yo era muy joven, esa es mi coartada, pero otros más talluditos también le veían como una especie de genio maléfico. Le creíamos astuto, una mente compleja, con inteligencia táctica, nada que ver con aquel submundo de mallas y palestinas. Hasta que le escuchamos con algo más de atención, yo al menos, y descubrimos, al menos yo, que sólo era un botarate, primera acepción. Su discurso no está más elaborado que el de cualquier pueblerino orgulloso. 

El mal tiene un glamour indiscutible. Supongo que el cine ha tenido su parte de culpa en que nos imaginemos a los psicópatas dibujando en su celda il duomo de Florencia. Aunque solo sea para romper ese hechizo, está muy bien que Jordi Évole pusiera a Arnaldo Otegi frente a las cámaras. Es un ejercicio pedagógico.

Cuánto talento han derrochado los savateres y azurmendis -el plural es puro optimismo, ni que hubiera tantos- en tratar de convencer a una parte considerable de sus vecinos de algo tan elemental como que el fin no justifica los medios. Hasta esta formulación perversa, mil veces repetida cuando hablamos de ETA, que ennoblece los fines, está condicionada por la violencia. Como si fuera deseable un futuro construido sobre los dos vigas maestras del programa batasuno: el tradicionalismo racista de Sabino Arana y el socialismo a la albanesa. Todavía hoy la violencia etarra oscurece el debate sobre los fines de la izquierda abertzale. Ya es hora de que conozcamos a Otegi.