Arévalo, el cómico de las gasolineras, se queja en una entrevista en La Vanguardia de que en España "ya no se pueden contar chistes de mariquitas", habiendo como hay -dice- "mariquitas de verdad (sic) mariconeando" en las televisiones. La maldita corrección política -se duele Arévalo- es la causa de su declive.

A uno, que aprendió los rudimentos del chiste en la guantera de un Ford Fiesta, y que iba a párvulos cuando las imitaciones de maricas, cojos y gangosos se enseñoreban del recreo para escarnio de los débiles, le inquieta el lamento existencial y laboral de Arévalo.
No hacen ninguna gracia los pucheros de Arévalo -y eso que los gordos bajitos producen unas ganas irresistibles de reír- porque una reflexión tan seria en un hombre tan gracioso es un síntoma inequívoco de decadencia.

¿Pero qué demonios hace Arévalo, ingenio de las casetes, hablando de la dictadura de la corrección y poniendo de relieve su falta de swing humorístico en lugar de hacer pedorretas que es lo que se le da bien?

Aun a riesgo de terminar llorando, pues no se sale indemne de la caída de los ídolos, sigo leyendo la entrevista de Arévalo, el de los chistes de la mili y los gangosos en las ferreterías, confiado en que más pronto que tarde reaparecerá aquel chispazo costumbrista que tanto divertía a la España en tecnicolor. Sin embargo, respuesta tras respuesta, línea tras línea, surge un hombre que sermonea sobre la pérdida del sentido del humor genuinamente hispano, sobre la inesperada incapacidad de los españoles para reírse de sí mismos -de los chistes de Arévalo, se entiende- y sobre las dificultades de los "enanitos" -así en diminutivo- que "no pueden trabajar de toreros bomberos".

A renglón seguido Bertín Osborne, partenaire de Arévalo en la última parada de los monstruos, apunta una arrolladora tesis sobre los corsés de la libertad de expresión. Una entrevista para pensar en los límites del humor. Una profesora explicaba a Valle-Inclán recurriendo a una escena elocuente: "Veis a un borracho dando tumbos y os reís con vuestros amigos hasta que, una vez se acerca, descubrís que el borracho es vuestro padre, ¡eso es un esperpento!".

Pues bien. Cuando uno espera un chiste malo de Arévalo y tropieza con el ocaso de un cómico para caer de bruces con una especie de reivindicación de la ética-de-mis-cojones en versión Osborne... uno se acuerda del colegio y del instituto. El humor es un signo de inteligencia y de buen gusto, por eso no hacen gracia los chistes de judíos en un cenicero y a veces actúa la Fiscalía.

El problema es que a Arévalo nos lo acercaron tanto de niños que uno cree que se va a reír y acaba ruborizándose y pasando página. También apiadándose un poco de un hombre que cree que si le dejaran hacer chistes de mariquitas lo sacarían en las televisiones.