En un momento de la película que triunfó en la última edición de los Goya, Truman, el personaje de Ricardo Darín le asegura al de Javier Cámara que lo único que importa en la vida es la relación con los demás. Eso, solo eso.

Julián le explica a Tomás que cualquier otra cosa es irrelevante. Y lo dice alguien a quien no le sobran los días; alguien que carece de espacios para corregir los errores del pasado; una persona que se enfrenta a algo que, quién sabe, cualquier día inesperado puede ocurrirnos a cualquiera; y que, sin duda, un día no esperado pero sí previsible, ojalá que tardío, nos invadirá a todos.

Lo que le dijo el enfermo de cáncer a su gran amigo recién llegado de Canadá en medio de una calle madrileña podría parecer una opinión. Incluso una sabia e interesante opinión. Pero no lo es. O al menos no es, sólo, materia puramente subjetiva.

Robert Waldinger, director del programa de Harvard sobre el Estudio del Desarrollo Adulto, junto con un equipo cuyas responsabilidades han ido heredándose, han analizado y seguido de cerca la vida de 700 personas durante nada menos que 75 años. Este eminente psiquiatra y monje zen afirma que las relaciones son, efectivamente, la clave. Son ellas las que dibujan el abismo que existe entre un ser humano feliz y otro infeliz. Ellas las que nos sitúan en el lado de una existencia plena de bienestar, o en el de una cargada de pesadumbre.

El estudio de la famosa universidad de Boston es posiblemente el más longevo, y también el más completo, jamás realizado sobre la evolución de las vidas hasta la edad última. Sus conclusiones resultan meridianas: la calidad de nuestras relaciones, y no otra cosa –tampoco el número de ellas-, es lo que nos hace felices, o infelices.
Por supuesto, se refiere a todo tipo de relaciones, no solo a las de pareja. Y no es lo único, desde luego, pero sí, al menos, lo que más define el proceso que nos conducirá, o no, por la senda de la felicidad en la larga –o corta, a veces- avenida de nuestra efímera supervivencia en el planeta de los vivos.

Esta que parece una sentencia tan simple sólo un puñado de personas la conoce bien. Verdaderamente bien. Y, entre ellas, sólo unos cuantos privilegiados la tienen suficientemente en cuenta y le otorgan la trascendencia que tiene.

A menudo llegamos al conocimiento de lo más sencillo tras haber consumado arduos peregrinajes por la ingrata travesía de la incertidumbre. A veces, lo más simple se nos antoja imposible, y lo más cercano nos parece inalcanzable a pesar de todos los esfuerzos, y a pesar de que está ahí. Y, en ocasiones, como tal vez le ocurre a Darín en Truman, sólo nos damos cuenta de lo esencial cuando ya no queda tiempo para vivir con esa premisa, la de lo cardinal como prioridad, como axioma fundamental y eje de nuestros días.

A fin de cuentas, lo más sencillo es a veces, precisamente, lo más difícil. Basta con saber que son nuestras relaciones con los demás, y no la acumulación de cosas, y no las aventuras o las cimas, los éxitos o los aciertos, lo que nos genera felicidad para, precisamente, olvidarlo a la vuelta de la esquina. O antes.