La Guerra Civil no cabe en un tuit, como tampoco caben los signos de equivalencia entre agresores y agredidos. De la misma manera, no es justo criminalizar a quien, para salvar su pellejo, es obligado a la humillación. 

Cuando cayó Bilbao, el capitán Rafael Gabriel Juan Múgica Celaya Leceta abanderaba un batallón republicano que se rindió entero. Para mirar de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte, y así salvar la vida, se arrancó las estrellas y fue a entregarse como soldado raso. Preso entre su sombra y el destino, fue conducido a un campo de concentración de donde saldría ingeniero.

De ahí fue movilizado a trabajar en los talleres del ejercito franquista porque no era digno, según sus propias palabras, de estar en el frente. Él mismo se decía que siempre fue muy cobarde. Era verdad, pues cualquier hombre deja de ser valiente cuando vive la guerra.
Por aquellos caminos anduvo el miedo de este gudari solitario que, para curar su entraña, se convertiría en poeta cargado de futuro.

Tanto es así que generaciones después, sus versos arman la reivindicación social de los jóvenes. Porque Gabriel Celaya nunca se equivocó de trinchera, a pesar de lo que Pedro Corral nos cuente en su tuit.

Es injusta la voz que iguala a la víctima con el verdugo y que, para reafirmar su posición en el espacio sonoro, utiliza los argumentos más bajunos que encuentra. Bien mirada, o bien oída, la verdad nunca puede ocultarse y cada vez que volvemos la vista a nuestra Guerra Civil, y al resultado de la misma, podemos afirmar que los agresores ganaron la guerra y que los agredidos perdieron la paz.

La herencia de aquel baño de sangre es la que hoy marca los desajustes. Para limarlos, se reduce la Guerra Civil a la superficie, sosteniendo el sonido bélico de un relato que, aunque denuncia la herida del pellejo, no profundiza en la entraña. Su argumento es de trazo grueso con ecos de cantina cuartelera.

Porque violento no es quien se defiende de una agresión, sino el que la provoca y, por descontado, tampoco es violento el que se humilla ante ella y menos aún si es poeta.

Ahora, con la esperanza de que cuando se nombre a Gabriel Celaya no sea para equivocar al poeta de trinchera, voy a contestar al tuit:
Pedro, con tu desacierto no hace falta ser de Podemos para palidecer, sonrojarse o que se le pongan a uno los vellos como rastas.