Lo que yo jamás le perdonaré a Carmena, jamás, es ese cartel que me ha puesto frente al portal: “Seguro que lo haces sin querer pero quiere a tu ciudad”. ¿Seguro que lo haces sin querer? De las autoridades, si he de elegir, yo prefiero la represión a la condescendencia. No sé, creo que me deja en mejor lugar.

Los carteles los pusieron en octubre y Madrid sigue igual de sucia. Lo que ha cambiado es que las calles ahora están decoradas como una guardería. Y que, por la forma en la que se dirigen a nosotros, los habitantes de la capital ya sabemos qué edad mental nos suponen en el ayuntamiento. Hace unos meses Madrid era una ciudad sucia, hoy es una guardería sucia.

Bueno. Quizás se trate de una exageración. El ayuntamiento no trata a todos los habitantes de Madrid como a niños. Al menos hay un colectivo que ha conseguido escapar del trato paternalista e infantilizante: los niños.

A los niños se les supone el suficiente juicio crítico como para disfrutar de complejas tramas políticas que trastocan la convención más elemental de la ficción infantil: que la policía son los buenos y los fugitivos son los malos.

En las marquesinas, caquitas color pastel exhortan a mi vecino Cristóbal a recoger las deposiciones de su perra Moncha con una divertida moraleja: “Suerte es tener un barrio limpio”. El cartel pretende desmontar esa leyenda que relaciona la buena fortuna con pisar un excremento. Mi vecino, a sus 34, se ofende de que le propinen una lección tan pueril. Pero Carmena ha de gobernar para todos y no todos los adultos de Madrid van a ser tan inteligentes como mi vecino.

Del niño madrileño medio, en cambio, hay una mejor opinión. Se da por descontado que tendrá suficiente sensibilidad como para apreciar la reinvención de arraigadas tradiciones y que agradecerá el tinte aleccionador de, pongamos, una cabalgata cuyo fin ya no sea anticipar los regalos de los Reyes Magos, esa superchería, sino proclamar la riqueza de la multiculturalidad.

Eso ocurrió en Navidades en este interesante laboratorio social que es Madrid. En Carnavales tuvimos otro hito: el ayuntamiento invitó a los chavales a decodificar el canto a la libertad de una obra de títeres con brujas okupas, ahorcamientos de jueces y apuñalamientos de embarazadas. La cosa terminó mal pero quién dijo que el alumbramiento del nuevo madrileño no iba a tener sus tropiezos.

En Madrid ahora se trata a los adultos como niños y a los niños como adultos. Es, sin duda, y tal como nos prometieron, una nueva forma de gobernar la ciudad.