Cada vez que alguien suelta el gimoteo ese de la “coalición de perdedores”, entran ganas de recomendarle que vea la serie. Cada vez que alguien plantea un pacto exigiendo su peaje y sin mostrarse dispuesto a asumir ninguna renuncia dolorosa, entran ganas de recomendarle que vea la serie. Cada vez que se oye a alguien dar por sentado que otra fuerza política debe apoyar a la suya, por razón superior y sin tener en cuenta la razón ajena, entran ganas de recomendarle que vea la serie.

La serie se llama Borgen, es de producción danesa y cuenta, en su primera temporada, como Birgitte Nyborg, líder de un partido que no es la fuerza más votada, logra ser primera ministra porque es la única que puede aglutinar en torno a sí una mayoría parlamentaria capaz de sostener al gobierno. Sucede que sólo ella puede optar, al tener línea abierta con ambas, entre coaligarse con una u otra de las dos fuerzas más votadas (ojo al dato: la suya ni siquiera es la segunda fuerza, sino la tercera).

Nada de lo dicho provoca el menor aspaviento respecto de su validez democrática: las ventajas de llevar muchos años de democracia ininterrumpida. Y nada podría llevarse a término si no fuera porque tanto Nyborg como sus socios, pertenecientes a otros dos partidos, hacen concesiones difíciles y asumen que la alternativa frente a la que tienen que situarse no es el escenario ideal para cada uno, sino una redistribución de fuerzas que les sería más desfavorable e impediría, más aún, llevar a cabo sus respectivos programas. Como primera ministra, Nyborg decide, y asume la responsabilidad última de las decisiones gubernamentales. Pero sabe que cada vez que lo hace tensa una cuerda que si se rompe provocará que dé con sus huesos en el suelo. Así y todo, no toma jamás decisiones contrarias a sus principios: ahí donde surge ese riesgo, por las pretensiones de alguno de sus socios, les hace ver que si se empeñan en doblarle el brazo más allá de lo que su idea del país le permite se hundirá el tinglado. Y a todos les interesa, al fin y a la postre, que aguante.

La Moncloa que salga de las elecciones de diciembre 2015, si es que alguna sale, se parecerá mucho a la presidencia del gobierno que retrata Borgen. Eso es lo que hace que Sánchez, con mejor interlocución con los demás partidos parlamentarios que Rajoy, disponga de más opciones pese a tener menos diputados. Lo que aquí cuenta, al final, no son los correligionarios con escaño, sino aquellos cuyo voto se es capaz de atraer. Al igual que el propio Sánchez, los interpelados al pacto, Iglesias y Rivera, antes que aspirar a imponer su dogma, deberían situarse en la posibilidad de que el gobierno sea otro: con otros apoyos y, por tanto, otra agenda. Y a partir de ahí, cada uno, como pueda, tendrá que arreglárselas para preservar sus principios.