No diré su nombre, pero es un autor que seguro que han leído. O no, pero da igual. En cualquier caso, es una persona inteligente y trabajadora, que lo ha dado todo durante una vida entera y que se jubiló con una pensión bastante miserable: la que le queda después de cotizar a la seguridad social por la cantidad que un escritor puede permitirse y que, se lo aseguro, no es nada del otro mundo. Una institución quería contratarle para dar una conferencia. Le dijeron que tenían un presupuesto de trescientos euros para pagar su magisterio. Él dijo que prefería que le hiciesen un regalo por ese importe, pero adquirido en unos grandes almacenes. Luego, ese autor, ese caballero, ese buen hombre, me explicó algo avergonzado que pensaba devolver el regalo a cambio de una tarjeta de abono, que dedicaría a hacer la compra del mes y a adquirir una chaqueta que necesitaba.

Suena cutre ¿verdad? Alguien cambiando la figurita de Lladró o el reloj de sobremesa por un cheque regalo para comprar mortadela. Un hombre de setenta años haciendo martingalas para llenar la nevera, y sudando frío al pensar en qué va a decir el concejal de cultura del ayuntamiento de Villatempujo si se entera de que el delicado ajedrez de alabastro con el que agradecieron su conferencia ha sido convertido en una chaqueta de lana y unas latas de atún. A eso nos lleva el disparate perpetrado por Hacienda en enero de 2013, cuando Montoro decidió que un escritor tenía que renunciar a su pensión si quería dar charlas o percibir los emolumentos de sus derechos de autor.

Recordé a aquel hombre al leer el reportaje que publicaba en EL ESPAÑOL Peio H. Riaño hablando de la situación de nuestros escritores jubilados, obligados a vivir con setecientos euros al mes o inventarse recursos para completar sus rentas al margen de la legalidad. Las personas que cita Peio en su excelente texto no son caraduras ni farsantes: son hombres y mujeres dignísimos que se han dejado la sangre en tinta toda su vida y ahora sólo pueden optar entre el fraude y la indigencia. Me pregunto a qué mente retorcida se le ocurrió aprobar la ley de marras, y cómo es posible que desde la secretaría de Estado de Cultura no se alzase la voz para frenar en seco este acoso y derribo a los profesionales de la escritura. Porque se puede entender que el ministro de Hacienda no se preocupe por la suerte de los autores, pero no que el responsable del ramo se encoja de hombros ante semejante desatino.