"Ruego a usted me diga si alguna vez ha llorado después de tener un orgasmo, me gustaría contar con su testimonio para mi última parida, y qué sentiste, en qué circunstancias te pasa, qué pensaste, por qué crees que te pasa". No me lo preguntan mi novio ni mi ginecólogo sino la escritora Gabriela Wiener, dueña de una flamante vida y bizarra obra donde la ambición sexual es tan importante como para otros la de medrar.

Su carta a los Reyes, que habrá mandado también a otra gente (me imagino en una larga fila, con batita de hospital abierta por detrás, culete al aire, en la mano un potecito para la orina conteniendo una muestra de mis lagrimitas poscoitales), me llega encima cuando estoy muy lejos de Madrid, de España y hasta de Europa. Me pilla en exóticas tierras. Donde, aunque juro que no he venido a ligar, créanme que podría, mucho más que en casa (y no tengo queja en casa). Me doy cuenta de que podría ligar tanto -si quisiera-, por las sucesivas miradas tórridas que me dirigen caballeros de todas las nacionalidades y razas... Aunque son especialmente tórridas las de la raza negra o cualquier variante de los pueblos árabes.

Como esto último coincide con la crisis de los refugiados y con el ISIS arreando por doquier, me pongo seria y pienso: claro que es la demografía, estúpidos. Imposible no palmar ante una gente que ya no es que les dé menos pereza que a nosotros tener hijos. Es que les da menos miedo y les hace más ilusión follar. Del lado de acá todo es sexo onlineado o de piscifactoría, que diría Umbral. Del lado de allá pervive una cándida lujuria todavía no desnaturalizada por el uso incongruente del alcohol, las drogas, la música y hasta la ropa interior. Llega un momento en que la prioridad no es satisfacer el deseo sino eludir el ridículo.

La civilización occidental, Capitana América de la libertad sexual (o eso se cree ella), está cayendo en picado no ya ante el Estado Islámico sino ante el Erótico. El problema no es dejarles a ellos fuera de la Zona Euro. Es cómo volver a meternos nosotros dentro de la Zona Eros.

Volviendo a la pregunta de Gabriela Wiener: la primera y por ahora última vez que lloré después del orgasmo fue hará cosa de un año, en plena ruta de la seda, al término de un misionero de lo más normal visto desde fuera. Visto desde dentro era la culminación de una escalada de amor y de curiosidad y de ganas iniciada meses atrás, escatimando una y otra vez la penetración para explorar otros placeres y levantar el vuelo del morbo. Cuando por fin pasó lo más normal del mundo, me enfrenté a una emoción que dudo que se usara desde hacía siglos. Y sí, lloré.