Ha llegado estos días a las pantallas de Barcelona y Madrid el documental Robles, duelo al sol, dirigido por Sonia Tercero, y que explora uno de los episodios más feos de nuestra guerra civil: la desaparición de Pepe Robles, español ilustrado, íntimo de John Dos Passos, cuya obra Manhattan Transfer había volcado a nuestro idioma. El don de lenguas de Robles, que hablaba inglés, francés y ruso, fue su perdición. Se ofreció como traductor del alto mando soviético y un buen día se lo tragó la tierra de Valencia por orden de ese mismo alto mando soviético al que traducía. Igualito o casi que el desdichado dirigente del POUM Andreu Nin.

Hoy sabemos todo eso pero durante largo tiempo hubo quien no lo quiso saber. Empezando por Ernest Hemingway, amigo del alma de John Dos Passos hasta que el caso Robles les desamigó para siempre.

¿Vino Hemingway a España como una marioneta de la URSS, y por eso no le convenía enterarse de qué le había podido pasar a Pepe Robles? ¿Fue un tonto útil, un tonto a secas o qué fue? Nuestro hombre buscaba siempre la aventura. En un momento de flojera sexual y literaria, el futuro autor de Por quién doblan las campanas encuentra en la guerra española un revulsivo de todo tipo, un reto mayor. Y está más que dispuesto a comulgar con todas las ruedas de molino que le pongan por delante.

Hasta cierto punto, claro. Precisamente a raíz del realista y poco favorecedor retrato de los comisarios de guerra comunistas en Por quién doblan las campanas, Hemingway se convirtió en un apestado para algunos combatientes de la Brigada Lincoln a los que él mismo había pagado las copas y las putas en Chicote. A partir del desembarco de Normandía, los caminos de unos y otros se bifurcarán para siempre.

Hemingway nunca llegó a pedir perdón por su arrogante ceguera en el caso Robles. ¿Demasiado macho para eso? No en cambio para enmendarse sutilmente la plana a sí mismo con todo lo que a la larga escribe y es. Y es que ser escritor tiene una ventaja sobre ser político o intelectual: te dota de un sexto sentido narrativo, de una llamada de la selva de los hechos que al final acaba siendo más fuerte que cualquier gilipollez ideológica.

Hay que tener un gran coraje para mirar a la cara aquello que desafía nuestros sueños, no digamos nuestra leyenda. Hacía falta tanto valor para renegar de Stalin en el explosivo siglo pasado como para apoyar en este preciso momento a Vladimir Putin. ¿A que mola que la guerra nos la hagan otros a los que nos damos el lujo de llamar fascistas encima? ¿Por quién doblan las campanas aquí y ahora? ¿Las oiremos antes de que la tierra se vuelva a abrir para tragarnos a todos como se tragó a Pepe Robles?