Mi amiga M. es profesora de secundaria. Empezó a dar clase hace veinticinco años, y dice, con tristeza, que en este tiempo ha visto cómo se degradaba la educación, la calidad de los contenidos, el ambiente en el aula. Y, por supuesto, cómo se perdía el respeto hacia la figura del profesor.

Mi amiga M. cuenta horrores que serían inadmisibles en cualquier entorno laboral, humillaciones que no dejaría pasar ningún sindicato. M. ha escuchado de todo de boca de esos adolescentes a los que da clase. Una vez, uno la llamó puta cuando le pidió que abandonara el aula tras estrellar un balón contra la pared. Cualquier mujer tiene defensa si le llaman puta en un trabajo, a menos que sea profesora. En ese caso sólo le queda aguantarse y fingir que no ha escuchado el insulto.

En estos años, a M. se le han quitado muchas de las ganas de hacer cosas que tenía cuando empezó a enseñar. No podemos reprocharle que ya no haga listas de lectura alternativas, que ya no programe visitas a museos con los alumnos o aquellas salidas al teatro de las que tanto disfrutaba cuando empezó a enseñar, que no se estruje la cabeza como entonces para hacer atractiva su asignatura y más digeribles los temas.

Alguien dirá a M. que le pagan para que sea una buena profesora, y ella puede contestar que le pagan para que cumpla un programa e imparta unos determinados contenidos, pero que todo lo demás -las excursiones, las lecturas, las actividades extraescolares- las programaba porque le daba la gana. Y ya no le da. Porque cuando un alumno te llama lo que no te ha llamado nadie, porque cuando un padre te grita porque has suspendido al niño, porque cuando no encuentras otra cosa que puertas cerradas, resignados encogimientos de hombros y tal vez una palmada en la espalda para recordarte que falta poco para las vacaciones de verano, no te pueden pedir que hagas nada más que lo que la ley exige. Porque llega un momento en que hasta el mejor de los docentes se da cuenta de que adaptarse a un entorno hostil supone cumplir con los mínimos y pasar de todo.

El sistema se está cargando no sólo la vida de M., sino también las oportunidades de muchos alumnos incapaces de valorar lo que significa que te caiga en suerte una profesora como es ella. O, mejor, como era. Porque ahora M. no es más que una funcionaria desencantada que mira el reloj, hace lo justo y suspira con alivio cuando suena el timbre y se da cuenta de que ha sobrevivido a otro día de clase.