Con la presentación de una resolución para iniciar la creación de una república catalana, el bloque soberanista ha vuelto a demostrar su capacidad para marcar la agenda a conveniencia. Esta habilidad es posible, entre otras razones, porque el Gobierno es incapaz de responder con nada más que titubeos y de forma aislada a sus continuos órdagos. Es decir, si falla la respuesta institucional es porque antes fracasa la respuesta política.

Mariano Rajoy no ha dudado en aprovechar la última provocación de Junts Pel Sí y los antisistema de la CUP para intentar presentarse como el garante de la unidad de España y del interés general. Sin embargo, a la hora de explicar qué piensa hacer, se pierde en mil disquisiciones sobre la "proporcionalidad" y la "prudencia" para concluir que no le gustaría aplicar el artículo 155 de la Constitución. Ese artículo, del que huye como de la peste hasta para mencionarlo, es el que precisamente faculta al Gobierno a "adoptar las medidas necesarias" para obligar a una comunidad autónoma a cumplir la legalidad.

Incluso la líder de Ciudadanos en Cataluña, Ines Arrimadas, se muestra renuente a que el Gobierno aplique el citado artículo de la Carta Magna si la mayoría de los diputados del Parlament desobedecen las leyes y siguen adelante con su proceso secesionista.

Por lo que refiere al PSOE, su incapacidad de fijar posición es tal que mientras Pedro Sánchez accedía este miércoles a fotografiarse con Mariano Rajoy para escenificar las bondades del bipartidismo, el PSC se negaba a suscribir una declaración conjunta con Ciudadanos y PP, y reivindicaba la tercera vía de un espacio de neutralidad y diálogo con los independentistas, cuyo dominio también se atribuye la marca catalana de Podemos.

Sorprende que los dirigentes de los partidos constitucionalistas, empezando por Rajoy, sigan confiando a estas alturas en que el tiempo o el Tribunal Constitucional acaben evitando el choque de trenes. Esta fantasía colectiva parte de dos falacias. Por un lado, ignora la voluntad expresa de desobediencia de las leyes del Estado, y especialmente de las resoluciones y sentencias constitucionales, manifestada reiteradamente por los partidos independentistas. Y por otro, atribuye al Constitucional una capacidad sancionadora mayor de la que tiene. Ni siquiera la reforma recientemente aprobada por el PP le da herramientas para luchar con eficacia contra este desafío.

La capacidad coercitiva del Constitucional se limita a la suspensión individual de aquellos cargos que incumplan sus fallos. Se trata pues de un instrumento de limitadísima eficacia si la desobediencia la cometen, continua y reiteradamente, un responsable institucional y, una vez resulte apartado de sus funciones, su sucesor en el puesto, que es lo que haría el Govern.

Dejar la solución del problema en manos del Constitucional, como pretende Rajoy, supondría, además de una irresponsabilidad, un desgaste extraordinario de este tribunal sin que ello comportara los efectos fulminantes que requiere la desobediencia al Estado.

Ciudadanos, PSC y PP han logrado retrasar la tramitación en el Parlament de la resolución de "desconexión con España" pidiendo a la Mesa que reconsidere el texto, solicitando dictámenes jurídicos y, en el caso de los populares, postergando su constitución como grupo parlamentario con el objetivo de posponer el inicio de la actividad de la Cámara, de tal modo que la votación de investidura se celebre antes que la de la iniciativa secesionista.

Se trata de una maniobra inteligente, en la medida en que el principal punto de fricción entre Junts Pel Sí y las CUP es la improbable reelección de Artur Mas como presidente. Sin embargo, de poco servirá ganar tiempo si no hay una estrategia política cohesionada por parte de todos los partidos que defienden la legalidad y si Mariano Rajoy o quien le suceda no está dispuesto a coger el toro por los cuernos.