Érase una vez una pubilla catalana de buena familia (entendiendo por buena familia ocho apellidos catalanes, no atar los perros con longanizas… ay) que se crió mamando catalanismo, que lo encontraba normal y era feliz; bien es verdad que eso ocurría antes de que el catalanismo se fuese estrangulando en un cuello de botella simplista y estrepitosamente antiespañol, y además empezara a asomarle un feo cucurucho kukluxklanesco.

Nuestra pubilla viajó a Madrid y Nueva York, conoció gente (conoció, sobre todo, cómo las gastan ciertos catalanes fuera, cuando creen que nadie les ve…), se hizo indepescéptica, empezaron a vetarla en medios catalanistas de toda la vida… Apareció dando público apoyo a Albert Rivera (siempre como independiente) y recibió insultos alucinantes en el Twitter. Hubo quien le escupió que se avergonzaba de haber estudiado en el mismo instituto que ella (el Pau Vila de Sabadell) y quien le echó en cara el pecado nada original, me temo, de tener un marido madrileño.

Atención a todas las unidades de la Gestapo: ya no lo tiene. Su marido madrileño es historia. Se divorciaron hace dos años. De tamaña impureza interracial queda una hija de nueve años que a día de hoy más o menos entiende, pero no habla, la lengua madre de su madre. ¿Tan malnacida ha llegado a ser esta? No es lo que parece. Déjenme que les explique.

La niña vivió los primeros seis años en Nueva York. Allí la pequeña se abrazó al inglés con la fuerza de una leoncita recién nacida arrastrando a su mamá, quien también luchaba por abrirse paso en un idioma hasta entonces desconocido. El padre le hablaba español hasta que en 2011 retornaron a Madrid y allí se invirtieron los términos: el padre madrileño, angloparlante casi perfecto, pasó a hablarle cotidianamente inglés a la hija para preservárselo, mientras la madre catalana se pasaba al español para facilitar el arranque escolar de la criatura.

El catalán quedó aplazado hasta que las dos lenguas más urgentes se estabilizaran. Luego vino el divorcio, con toda su carga de estrés, que desaconsejaba experimentos lingüísticos. Luego problemas de agenda. Luego…

La madre cree que con nueve añazos que ya se gasta la niña, empezar a llevarla a clases de catalán difícilmente puede ser sospechoso de talibanismo. Pero el ex se le pone de uñas y de pezuñas. En su mundo tiene lógica que la niña asista a dos actividades extraescolares semanales en inglés y ninguna en catalán. Califica la insistencia maternal en hacer una de cada, de "chulería" (sic).

¿Algún consejo para la pubilla de Kafka? ¿Qué se hace en un páramo batido lo mismo por las flechas de los indios que por el plomo de los vaqueros más obtusos? Se busca John Wayne, a ser posible el de Centauros del desierto