Bernie Sanders tiene 74 años. Representa en el Senado a Vermont, que es el penúltimo estado en superficie en Estados Unidos y tiene menos habitantes que Zaragoza en un país de más de 300 millones. Se define como socialista, en 1988 se fue de luna de miel a la Unión Soviética, una “rareza”, como él mismo reconoce. Es ahora el demócrata favorito para ganar los caucus de Iowa y las primarias de New Hampshire y ha recaudado 41 millones de dólares, la mayoría gracias a donaciones de menos de 200 dólares.

A largo plazo Hillary Clinton sigue siendo la candidata con más apoyo nacional entre los demócratas, pero Sanders se ha convertido ahora en líder de la carrera gracias a un mensaje capaz de arrastrar a sus mítines a decenas de miles de personas, sobre todo jóvenes. Le han encumbrado su discurso directo y la promoción de hashtags en Twitter. Ya ha marcado el debate público y ha hecho que Clinton tenga que enarbolar también la bandera de la lucha contra la desigualdad y rinda cuentas sobre el uso de su cuenta privada de correo electrónico.

Uno de los motivos que hace de Estados Unidos la democracia más vigorosa del mundo es el poder que tiene el individuo. El partido tiene recursos, organiza convenciones y puede escribir una especie de programa. Pero el destino está en manos del político, a menudo el más improbable. A veces es joven, atractivo y concienzudo como lo era Barack Obama en 2008. Otras, un septuagenario casi desconocido.

La política personalista es propia de Estados Unidos porque su sistema está enfocado así en todas las elecciones, desde los concejales de distrito hasta el presidente del país. Pero en España ya hay una nueva generación de políticos que intentan ascender con la fuerza personal.

Los partidos tradicionales siguen siendo máquinas de conservar, con cuentas opacas y un sistema que premia al que calla y castiga al que trata de despuntar con una idea propia. La ofensiva contra Cayetana Álvarez de Toledo o Arantza Quiroga son sólo los últimos ejemplos de lo que sucede en los viejos partidos. El avance de Pablo Iglesias, Albert Rivera, Ada Colau o Manuela Carmena son la muestra de la estrategia de los nuevos: la venta cada vez más personal de sus líderes. El telón con la cara de Pedro Sánchez en la sede del PSOE es un intento comprensible de hacer lo mismo, y más cuando los socialistas pueden lucir a un joven en forma contra un sesentón poco fotogénico. 

Pese a la autoridad legal y económica que tiene el partido en el sistema parlamentario, la personalización de la política es un reflejo de nuevos tiempos donde lo individual triunfa ya sea en redes o en unas New Balance a medida. Y no hay nada de malo en ello. Todo lo que importa, todo lo que merece la pena en último término, es personal. 

Los ciudadanos votan a las personas y lo hacen a menudo, como comentaba hace poco con Kiko Llaneras, con argumentos tan básicos como “me cae bien” o “me inspira confianza”, motivos legítimos si se consideran las escasas diferencias entre los programas de los partidos con opciones de gobernar. La responsabilidad política siempre es personal. No son los partidos sino las personas las que dimiten, las que dan explicaciones en público, las que rinden cuentas o no ante los votantes. Mientras los políticos se sigan refugiando en organizaciones sin rostro es más fácil que sus acciones no tengan consecuencias. Colocar un telón con una foto es fácil. Ahora sólo falta que también llegue a España la parte de responsabilidad que viene después.