Siria, año uno tras Assad: avances inéditos, un país aún fracturado y una transición en equilibrio inestable

Siria, año uno tras Assad: avances inéditos, un país aún fracturado y una transición en equilibrio inestable

Oriente Próximo

Siria, año uno tras Assad: avances inéditos, un país aún fracturado y una transición en equilibrio inestable

La fascinación por el exyihadista con traje y corbata en Occidente puede empañar el recuento de hechos, incentivos y correlaciones de fuerzas.

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Las claves

Un año tras la caída de Assad, Siria experimenta avances inéditos, como mayor legitimidad internacional y mejoras en el suministro eléctrico, pero sigue siendo un país fracturado y en transición inestable.

Ahmed al-Sharaa, exyihadista y actual presidente interino, intenta consolidar un nuevo régimen apoyado por Washington y Turquía, enfrentando desconfianza de minorías y desafíos para integrar a kurdos y drusos.

El país sigue sumido en la pobreza extrema, con la mitad de su población desplazada y gran parte de sus infraestructuras destruidas; la reconstrucción depende de aliviar sanciones y lograr inclusión de todos los sectores sociales.

Persisten riesgos de violencia sectaria y resurgimiento de grupos extremistas, mientras Siria busca un difícil equilibrio entre federalismo y centralismo para garantizar estabilidad y evitar nuevas guerras internas.

“Usted es padre. ¿Cree que sus hijos verán en vida una Siria reconstruida?”, pregunta la rubia periodista de 60 Minutes paseando por las ruinas de las afueras de Damasco, acompañando a un distendido presidente barbudo que parece entender el inglés y ante el que ya no hay que cubrirse con un velo.

“Por supuesto, los sirios somos fuertes” – responde Ahmed al-Sharaa en árabe con una sonrisa. Los fuegos artificiales estallan bajo la luna llena para celebrar el primer año de libertad tras el horror del régimen de los Assad. ¿Pero camina el nuevo régimen en la dirección adecuada?

Ahmed al-Sharaa es, en sí mismo, el primer gran dilema de la Siria post-Assad: un líder exyihadista que pasó por la órbita de Al Qaeda y del Estado Islámico (ISIS) como Abu Muhammad al-Jolani, que rompió formalmente con Al Qaeda en 2016 y terminó liderando la metamorfosis de su organización hacia Hayat Tahrir Al-Sham (HTS) y un modelo de gobernanza en Idlib que hoy parece escalar a todo el país.

Al-Sharaa intenta consolidarse como presidente interino, aliado de Washington y pieza central de un nuevo eje nacionalista suní.

Las mutaciones de acrónimos y sobrenombres dan fe de un carácter camaleónico y pragmático, con el que construyó una administración civil basada en la ley islámica (sharía) en Idlib –con algunas revueltas en contra–, y bajo el protectorado de Turquía, y una estrategia deliberada de moderación en el resto del país para sobrevivir política y militarmente tras su llegada a Damasco.

La biografía política de Al-Sharaa no se puede leer como una redención de Hollywood, sino como una evolución oportunista y estratégica en un ecosistema de guerra crónica y catastrófica.

El primer año de Al-Sharaa es una especie de transición con un equilibrio inestable, con mejoras reales y riesgos existenciales. Los observadores coinciden en avances palpables: más legitimidad internacional, un intento de institucionalización mínima, una vida cotidiana algo más respirable —sobre todo por el aumento del suministro eléctrico— y un marco de cooperación antiterrorista con EE.UU. que no existía en estos términos bajo el viejo tablero del régimen de Bashar al-Assad.

Occidente puede pecar de usar una lente inadecuada y convertir a Al-Sharaa en un mito de redención política: la fascinación por el exyihadista con traje y corbata puede empañar el recuento de hechos, incentivos y correlaciones de fuerza, como advierte un análisis de Syria in Transition.

El islamista supo aprovechar el momento: los dos grandes valedores de la casa de los Assad, Teherán y Moscú, estaban absorbidos por su guerra con Israel y la invasión de Ucrania, respectivamente. A ello se sumaron las deserciones en un ejército agotado y un estado podrido endógenamente.

Desde Idlib, las fuerzas de HTS salieron el 29 de noviembre y llegaron a Damasco doce días después, casi sin resistencia real. Assad huyó furtivamente a Moscú, donde lleva un año oculto a la luz pública.

El exyihadista entró en Damasco entre vítores de la mayoría suní, reprimida durante décadas por un régimen supuestamente secular dominado por la minoría alauí (chií), para resucitar un país hundido en la ruina, con más de medio millón de muertos, y el territorio dividido en espacios irreconciliables: el Idlib rebelde islámico, el Damasco leal al régimen, el noreste kurdo, el sur druso con influencia israelí y los vestigios del califato del ISIS en el desierto de Badia e incrustados entre la población civil en barrios pobres de las ciudades.

Nueve de cada diez sirios viven bajo el umbral de la pobreza, la mitad de la población de preguerra de casi 20 millones ha sido desplazada, y alrededor del 50% de las infraestructuras están destruidas total o parcialmente. El Banco Mundial estima el coste de reconstrucción en más de 186.500 millones de euros.

Para cerrar el círculo, en noviembre Al-Sharaa se incorporaba a la Coalición Global contra el ISIS, sus antiguos compañeros de armas, normalizando así una cooperación militar que ya estaba en marcha desde la caída del régimen, con ocho operaciones conjuntas entre Washington y Damasco en once meses.

El objetivo estadounidense no es solo degradar al ISIS, sino también usar ese marco para tender puentes operativos con las Fuerzas Democráticas Sirias (SDF) del noreste kurdo, que concentra todos los pozos petroleros del país, y empujar su integración en una arquitectura militar nacional.

Aaron Y. Zelin, experto del Washington Institute for Near East Policy, explica a El Español que el mayor logro del gobierno interino es haber ganado legitimidad global —con excepciones relevantes como Irán e Israel— y haber generado “un consenso internacional de que Siria necesita salir adelante”.

En el terreno destaca una mejora muy concreta y socialmente decisiva: la electricidad. Donde el régimen apenas proporcionaba una o dos horas de red al día en la mayoría de zonas, ahora el promedio ronda las 14 horas y en lugares como Alepo puede llegar puntualmente a 24. Este tipo de cambio tiene un impacto directo en la percepción cotidiana de normalidad tras el colapso estatal.

Sin embargo, Zelin destaca que Al-Sharaa se enfrenta a una lista de minas y bombas de relojería sin desactivar: la desconfianza de muchas minorías –tras las matanzas de alauitas en la costa y de drusos en Sueida– hacia el gobierno de Damasco, incapaz de controlar sus territorios.

Al mismo tiempo, Israel ha llevado a cabo unos mil ataques contra Siria con el pretexto de proteger a los drusos. Variables desestabilizadoras de primer orden.

El experto propone un escenario ideal en el que las SDF y la Administración Autónoma kurdas se integrarían dentro del Estado sirio en una especie de federalismo de facto que supondría una solución sin humillación.

Por el contrario, dejar este problema en un limbo crea la oportunidad perfecta para perpetuar la violencia interna y las guerras por delegación, incluso a una posible guerra subsidiaria entre Israel y Turquía en territorio sirio, y a oportunidades para actores residuales como el ISIS o redes proiraníes.

Por su parte, Devorah Margolin, del Washington Institute y especialista en terrorismo y violencia extremista, considera que el gobierno de Al-Sharaa ha logrado progresos significativos: elecciones limitadas, esfuerzos por reintegrar a Siria en la comunidad internacional y, ahora, la unión a la misión contra ISIS.

No obstante, el núcleo duro de sus “brechas entre retórica y realidad” se organiza en torno a tres puntos: las conversaciones con las SDF parecen estancadas; no hay avances reales para que Damasco asuma los centros de detención y campos con prisioneros del ISIS en el noreste; y falta mucha construcción institucional, dependiente de un alivio sustancial de sanciones, señala a este diario.

En su lista de urgencias para los próximos 6-12 meses aparecen tareas casi de manual de reconstrucción estatal, en línea con Zelin: integrar a kurdos y drusos, prevenir nuevos episodios de violencia sectaria, asegurar fronteras junto con EE.UU. y vecinos regionales, frenar redes de narcotráfico y armas, y diseñar un plan creíble para la custodia de combatientes y afiliados de ISIS.

Ömer Özkizilcik, analista del Atlantic Council, indica un riesgo muy específico: el expediente explosivo de los combatientes extranjeros islamistas y la economía como puente geopolítico. “Si Al-Sharaa no logra integrar a los combatientes extranjeros en el nuevo marco estatal, esa ambigüedad puede alimentar una cantera de reclutamiento para Al Qaeda o ISIS”, explica a El Español.

Özkizilcik describe una guerra psicológica en paralelo, con campañas de desinformación diseñadas para atraer a esos elementos frustrados, y menciona el rumor de que Al-Sharaa entregaría a los islamistas uigures a China —negado por el Ministerio de Información— como ejemplo de cómo se intenta erosionar la cohesión interna de la transición.

En el plano económico, el experto turco ve potencial en un eje turco-qatarí- estadounidense que podría convertir a Siria en puente comercial entre Turquía y el mundo árabe. Pero subraya el gran obstáculo: las sanciones del Acta César, hoy sujetas a exenciones temporales de seis meses que desincentivan inversiones de largo plazo.

Para que la reconstrucción no sea una promesa intermitente, ese marco tendría que desaparecer o transformarse de manera más estable.

El consultor sirio-británico Malik al-Abdeh, editor de Syria in Transition, introduce una idea incómoda pero útil: la paz social como tregua ha llegado a Siria por agotamiento y el Estado aún no existe. Subraya que muchas mejoras del último año no responden tanto a la fortaleza del nuevo Estado como al agotamiento colectivo y a la voluntad práctica de la sociedad de no volver al abismo de una guerra cruenta.

Incluso sus históricas visitas a la ONU y a Washington son producto de una apertura diplomática iniciada por el régimen anterior. Sobre el terreno, lo primero que se observa es “mayor libertad para hablar y para asociarse que bajo el régimen, aunque no es perfecto: hay señales preocupantes de autoritarismo emergente”.

La seguridad ha mejorado respecto al caos inmediato tras la caída, pero el control estatal sigue siendo frágil y desigual.

A nivel político, Al-Abdeh advierte de una contradicción estructural: Al- Sharaa debe mantener cohesionado a su bloque de poder nacionalista suní, algunos de cuyos afiliados han cometido masacres contra otras minorías (alauíes, drusos), y al mismo tiempo convencer a esas minorías y al resto del país (kurdos, cristianos) de que va a gobernar para todos los sirios y no como jefe de la secta mayoritaria vencedora sedienta de venganza.

Esa es la trampa. Cuanto más intente trabajar con las minorías, mayor será el riesgo de ataque de las facciones islamistas más radicales suníes, o incluso de Israel, como también advierte Özkizilcik. Al-Sharaa no puede pacificar Siria sin diluir el sectarismo, pero tampoco puede consolidar su poder sin apoyarse en su mayoría vencedora.

Al-Abdeh recuerda también que en la costa siguen operando restos del aparato militar del régimen: “La guerra no ha terminado”, asegura contundente, “hay cien mil efectivos bajo las SDF kurdas, y las facciones drusas también quieren separarse”.

El presidente interino se enfrenta al dilema de que si da privilegios a una minoría también se los puede exigir otra. “La solución estaría en algún punto intermedio entre el hipercentralismo y el federalismo”.

Tiene, además, una metáfora administrativa para explicar la distancia entre marketing y realidad: el Estado exhibe coches policiales nuevos, pero en las oficinas del gobierno no hay ordenadores, todos los trámites se hacen a mano.