El escritor y periodista Vincent Bevins durante una sesión fotográfica.

El escritor y periodista Vincent Bevins durante una sesión fotográfica. Cedida Capitán Swing

Europa

Vincent Bevins, el 'notario' de las revueltas: "Las élites llevan diez años aprendiendo; ahora saben cómo reprimirlas mejor"

El periodista y escritor estadounidense ha recorrido una docena de países y ha entrevistado a más de 200 protagonistas para entender por qué aquella oleada de manifestaciones que parecía destinada a cambiar el mundo terminó, en muchos casos, en decepción.

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La década pasada, el mundo parecía un polvorín a punto de estallar. A finales de 2010, Mohamed Bouazizi, un joven vendedor ambulante, se roció con gasolina y se prendió fuego frente a un edificio gubernamental en Túnez. La policía le había confiscado su puesto de frutas y, con él, la posibilidad de ganarse la vida con dignidad. Su gesto fue un grito desesperado contra un régimen autoritario que acabó encendiendo la mecha de las Primaveras Árabes del Norte de África y Oriente Próximo.

Las descargas de descontento, sin embargo, se extendieron por el resto del mundo.

En Kiev, la plaza del Maidán se convirtió en el epicentro de una revuelta que cambiaría el rumbo del país y, más tarde, del continente. La Puerta del Sol de Madrid se llenó de indignados que reclamaban una democracia más participativa. Los estudiantes tomaron las calles de Santiago de Chile para revolverse contra una desigualdad ya estructural.

Esos años, entre 2010 y 2020, millones de personas salieron a manifestarse como nunca antes en la historia. Fueron más incluso que en los años sesenta, cuando florecieron los movimientos por los derechos civiles, el feminismo o la oposición a la guerra de Vietnam. Sin embargo, a diferencia de entonces, muchas de estas revueltas acabaron en frustración, en decepción. Algunas, incluso, allanaron el camino para los mismos sistemas que intentaban derribar.

El periodista y escritor Vincent Bevins (Santa Mónica, EEUU) vivió ese ciclo de protestas en sus propias carnes. En 2013, mientras cubría para los Ángeles Times las manifestaciones en Brasil, le dispararon con gas lacrimógeno. Aquel movimiento, que empezó con demandas por el transporte público gratuito, terminó convirtiéndose en el caldo de cultivo del Gobierno de Jair Bolsonaro.

Una transformación radical que este corresponsal para el Financial Times y el Washington Post, retrata en su nuevo libro, Si ardemos: La década de las protestas masivas y la revolución que no fue (Capitán Swing, 2025). En él recorre una docena de países y entrevista a más de 200 protagonistas para entender por qué aquel impulso que parecía destinado a cambiar el mundo terminó, en muchos casos, evaporándose.

El escritor y periodista Vincent Bevins durante una sesión fotográfica.

El escritor y periodista Vincent Bevins durante una sesión fotográfica. Cedida Capitán Swing

"Fue una época de movilizaciones explosivas", dice Bevins desde el otro lado de la pantalla. "Y como en toda explosión, hubo fuego. Pero muchas veces no quedó nada. Si unes las dos metáforas —olas de protesta y fuego— obtienes vapor. Mucho calor que se disipa rápido, sin dejar rastro", sostiene. Durante algo más de una hora, Bevins conversa con EL ESPAÑOL sobre aquello que quedó (o que no quedó) después de quemar.

El mundo parecía estar realmente en llamas, ¿o era solo una ilusión?

En algunos lugares, el fuego fue real. Las calles literalmente estallaron en llamas y se forzaron cambios. Pero en otros lugares, la creencia genuina de que se avecinaba un cambio estructural profundo resultó ser ilusoria. Es decir, de algún modo, ese fuego, ese poder transformador y purificador existía más en el interior emocional de muchos participantes que en las condiciones objetivas del terreno.

Parece contradictorio.

Precisamente, mi investigación comienza por esa contradicción. Esa década demostró que enormes cantidades de personas podían salir a la calle sin haberse organizado previamente, sin conocerse entre sí y sin estar necesariamente de acuerdo en todo (salvo en unas pocas cosas fundamentales) y aun así ejercer un poder impresionante. Derrocaron gobiernos. Sin embargo, también aprendimos que ese mismo fenómeno podía no lograr absolutamente nada, o incluso terminar produciendo algo completamente distinto a lo que motivó a la gente a movilizarse en primer lugar.

¿Por qué una década de protestas no llevó a la revolución? ¿Por qué fracasaron?

Porque a menudo no quedó rastro de las protestas. Muchas surgieron de forma repentina y, aun así, transformaron estructuras profundas de sus sociedades. Pero si visitas Egipto en 2012, un año después de la revolución, o Brasil en 2014, tras las protestas de 2013, lo que encuentras es un vacío. No hay señales visibles del movimiento. ¿Dónde está la revuelta, sus protagonistas, su lugar en el nuevo orden? No hay una respuesta clara.

"Toda protesta es, en el fondo, una acción comunicativa"

¿A qué se debió esa incapacidad para construir después de quemar?

Mira, la fuerza impulsora de esa década fue un tipo particular de respuesta a la injusticia: protestas masivas, aparentemente espontáneas, sin líderes, coordinadas digitalmente y horizontales. Ese formato, que parecía el más natural, se volvió hegemónico en los años 2010. Fue muy eficaz para llenar las calles, pero esa misma horizontalidad se convirtió en una limitación: no había estructuras para tomar decisiones colectivas ni mecanismos claros para articular demandas. Si alguien lo intentaba, muchos respondían: "No te conozco, no me representas". Aun así, creo que las movilizaciones abrieron oportunidades reales de transformación.

¿Qué pasó con esas oportunidades?

Se aprovecharon, pero no por el propio movimiento, sino casi siempre por otros actores: por otra fuerza ya organizada, capaz de actuar con rapidez, con vínculos en las estructuras de poder existentes o con apoyo externo. En muchos casos, los participantes de las protestas vieron cómo sus enemigos capitalizaban las oportunidades que ellos mismos habían generado. Y eso lo sintieron como una derrota, como una traición. En otros contextos, los actores que se beneficiaron del cambio eran más o menos aliados —personas con visiones políticas afines—, y entonces la sensación fue la de una victoria relativa.

¿Cree que ese fracaso de las revoluciones fue lo que pavimentó de alguna manera el camino para el auge mundial de líderes cada vez más autoritarios y el auge ultraderechista?

Sí. A nivel global —especialmente en Europa occidental y América del Norte— el ascenso de la derecha autoritaria y populista ha sido una reacción a la misma crisis que motivó los levantamientos progresistas de la primera mitad de los años 2010, aunque con una respuesta muy distinta. Como mencioné, la crisis de confianza y legitimidad del sistema global, que empezó alrededor de 2008 con la crisis económica, llevó a que muchas personas progresistas vieran esos levantamientos como intentos genuinos de enfrentarla. El auge del populismo de derecha en la segunda mitad de los años 2010 es una respuesta a esa misma crisis. Pero, en lugar de buscar soluciones reales, dicen: "La solución soy yo. Yo gobernaré". Es una demagogia peligrosa, la clásica respuesta de la extrema derecha: "El mundo está hecho un desastre. Olvidad la difícil tarea de construir representación democrática. Dadme el poder y yo representaré a toda la nación". Por supuesto, luego ellos deciden quién pertenece a "la nación" y quién no, convirtiendo a esos enemigos, a los que excluimos, en chivos expiatorios de todos los problemas. Sí, es una respuesta a la misma crisis, pero es una no-respuesta, sino una reacción deshonesta y falsa.

Partidarios del expresidente de Brasil, Jair Bolsonaro, frente al Congreso Nacional de Brasil en Brasilia.

Partidarios del expresidente de Brasil, Jair Bolsonaro, frente al Congreso Nacional de Brasil en Brasilia. Adriano Machado Reuters

Usted fue corresponsal en Brasil durante años. ¿Cómo pasa un país de protestar contra el Gobierno socialdemócrata para exigir un transporte público gratuito y años más tarde colocar en el poder a alguien tan contrario a las medidas sociales como el ultraderechista Jair Bolsonaro?

Esa fue una transformación muy interesante. En junio de 2013, protestas convocadas por grupos de izquierda y anarquistas provocaron una fuerte represión policial, lo que hizo estallar las movilizaciones. Pero el crecimiento no fue solo cuantitativo: cambió también la naturaleza del movimiento. A medida que millones salían a las calles, nuevos sectores desplazaron a las organizaciones originales. A finales de junio, los recién llegados —hoy identificados como los orígenes de la extrema derecha brasileña— expulsaron a la izquierda. Años más tarde, algunos fundaron movimientos que impulsaron la destitución de Dilma Rousseff y apoyaron a Jair Bolsonaro, llegando al poder con él en 2019. No fue simplemente un reemplazo de un proyecto por otro, como en Europa; en Brasil, quienes llevaron a Bolsonaro al poder surgieron directamente de aquellas protestas.

¿Y en Egipto? Tras la caída del dictador Mubarak en la Primavera Árabe, llegó un régimen aún más represor como el de Abdel Fatah al-Sisi.

En Egipto ocurre algo similar, aunque con matices. No es una disputa entre izquierda y derecha, sino el reemplazo de un autócrata por otro. En junio y julio de 2013, un golpe contrarrevolucionario —respaldado por Estados Unidos— instaló al general Al-Sisi como nuevo líder. Una vez más, ese poder intenta presentarse como continuidad de las auténticas protestas populares de 2011. Este fenómeno se repite en todo el mundo: la derecha se apropia de lemas, tácticas y estilos de las revueltas progresistas de los años 2010, pero lo hace de forma cínica, calculada y muchas veces con fines autoritarios e incluso violentos.

"Los gobiernos han aprendido que una de las tácticas más efectivas es simplemente esperar"

¿Hay algún movimiento que logró evitar el fracaso total, aunque sea parcialmente?

Hay dos casos muy claros. Uno es Corea del Sur, en 2016, donde una movilización masiva en Seúl logró la destitución de la presidenta. No se cumplieron todas las demandas, pero ese objetivo central y específico sí se alcanzó, y eso tuvo un impacto profundo porque se consiguió mediante la presión popular.

¿Y el otro?

El del Gobierno de Gabriel Boric. Es verdad que no ha logrado ese proyecto de Estado Social con el que soñaba. Ni se acerca. Y es cierto también que la izquierda chilena no consiguió aprobar una nueva Constitución, una que reemplazara la heredada [de la dictadura]. Pero, objetivamente, lo de Chile fue notable. Como resultado de una movilización explosiva en 2019, los líderes del movimiento estudiantil de 2011 llegaron al Gobierno. Sería como si Pablo Iglesias fuera ahora el presidente del Gobierno en España, o como si el gobierno de Estados Unidos estuviera liderado por un líder de Occupy Wall Street de 37 años.

Pero Boric estaba ya en escenario político antes de las manifestaciones de 2019.

Por eso sostengo que no fue el estallido en sí quien definió el resultado final, sino un actor externo: la generación de 2011, que ya estaba en la política institucional y logró negociar un acuerdo con la clase política previa, incluido el centro-derecha, para ganar las elecciones. Ahora bien, sí creo, objetivamente, que Boric coincidía con el impulso inicial del estallido más de lo que discrepaba con él.

¿Y el 15M? ¿Fracasó? Muchos líderes de ese movimiento terminaron entrando incluso en el Gobierno.

Bueno, en España, el gobierno no fue derrocado en 2011, ni hubo una transformación constitucional o un cambio muy grande. Es decir, nadie negaría que no se logró todo lo que se soñaba en las plazas en 2011, pero el fenómeno tuvo un impacto positivo general desde la perspectiva de los progresistas en el país. Así que, lo consideraría un éxito moderado. Por supuesto, no se logró todo lo que se soñaba en las plazas en 2011.

En su libro, menciona un caso bastante similar: el Occupy Wall Street, en el que un grupo izquierdista protestaba contra la desigualdad económica primero en EEUU y luego en otras partes del mundo.

Es curioso porque Occupy Wall Street fue pensado como una copia de la Plaza Tahrir. No lo logró, no acabó con el Gobierno de Barack Obama, pero acabó siendo una contribución muy positiva para los progresistas en EEUU.

¿En qué sentido?

Se transmitió un mensaje particular a la sociedad estadounidense. Muchos jóvenes de mi generación escucharon por primera vez enfoques políticos y económicos desconocidos, y se involucraron luego en la política progresista. Algunos formaron nuevos grupos que siguieron activos durante la década siguiente. Fue el inicio de un proceso largo, pero clave, de reintroducción del discurso socialdemócrata en EEUU, como ocurrió en España. En la historia de los movimientos sociales, el fracaso es habitual: rara vez se logran todas las demandas. Lo sorprendente, en los casos que analizo, no es eso, sino que tras una victoria eufórica, las cosas a veces empeoran.

¿Cuánto dice de una sociedad la manera en la que se manifiesta? En Francia, cualquier decisión política que afecte al ámbito social se traduce en incendios de coches y levantamiento de adoquines. En países como España es difícil que eso suceda.

Cada país desarrolla su propio repertorio de protesta. Vivimos en un sistema global, pero las respuestas al descontento son nacionales, con su propia gramática: formas específicas de expresar la disidencia y hacerla legible para la sociedad. Lo que se considera una protesta legítima varía según el contexto. En Francia, por ejemplo, ciertas decisiones gubernamentales provocan respuestas inmediatas como incendios de coches; en otros países, eso sería impensable o duramente reprimido. En EEUU, estamos viendo ahora cómo se redefine ese repertorio. En los últimos días —soy de Los Ángeles— también ha habido coches incendiados. Las respuestas a la injusticia dependen tanto de las ideas como de las condiciones materiales. En sociedades organizadas —con sindicatos o partidos—, una huelga general puede ser una reacción natural y eficaz. Pero en países más atomizados, como Estados Unidos, surgen otras formas de acción. Cada contexto tiene su repertorio simbólico. Si creciste viendo que se hacen carteles, marchas o se queman coches como forma de protesta, eso es lo que harás. Toda protesta es, en el fondo, una acción comunicativa. Y, como todo lenguaje, necesita un sistema simbólico compartido para ser comprendido. Ese sistema cambia de país en país.

"Trump está normalizando una respuesta autoritaria frente a una protesta pacífica"

No solo las protestas se extendieron por todo el mundo, sino también los métodos de represión. Lo hemos visto en países como Turquía, pero también en democracias consolidadas como Estados Unidos, donde Trump ha arremetido contra estudiantes pro-palestinos, o en Hungría, donde este año se han bloqueado actos del Orgullo siguiendo el modelo ruso. ¿Dirías que los gobiernos han perfeccionado sus estrategias para sofocar las protestas?

Los gobiernos han aprendido cómo funcionan las protestas en la era digital y qué métodos funcionan para suprimirlas. Hay un artículo en New Left Review de 1968 donde André Gorz dice: "Solo puedes sorprender a la clase dominante una vez". Es decir, cuando aparece un nuevo tipo de revuelta, sorprende a las élites, pero inmediatamente después, éstas empiezan a estudiar cómo responder. Están preparadas para eso, para adaptarse. En 2011, esas movilizaciones explosivas, coordinadas digitalmente, pillaron por sorpresa a las élites, que no sabían cómo reaccionar cuando miles de personas inundaban las plazas ni entendían las redes sociales. Pero han tenido diez años para aprender a usar las redes sociales para impulsar sus propias agendas. También han aprendido que una de las tácticas más efectivas para responder a manifestaciones explosivas —salvo que seas como Trump y quieras usar las protestas como excusa para volverte más autoritario o perseguir a tus enemigos políticos— es simplemente esperar.

Esperar a que se disuelva, imagino.

Claro, porque si una revuelta depende de millones de personas alejadas de sus vidas cotidianas, tarde o temprano la mayoría tendrá que volver al trabajo, a sus familias, a sus preocupaciones económicas. Quienes logran quedarse más tiempo en las calles suelen ser un grupo específico, como activistas profesionales, clase media acomodada o estudiantes de posgrado. Así que cuando los únicos que quedan protestando no representan a las clases populares, los líderes pueden decir: “Miren, solo quedan estudiantes acomodados. ¿Por qué debería escucharles?”

Trump, como dice, no parece esperar. De hecho, ha lanzado al Ejército a las calles para controlar las protestas contra las deportaciones de migrantes en Los Ángeles incluso antes de que se descontrolen. ¿Cree que puede marcar un precedente este tipo de represión?

Este tipo de reacción desproporcionada establece un precedente simbólico y político. Trump no está respondiendo proporcionalmente, lo que está haciendo es una demostración de fuerza. Está enviando un mensaje a sus seguidores y a sus adversarios. "Yo soy el orden. Yo soy la ley. No importa lo que digan los alcaldes, no importa si hay violencia o no, yo actúo con mano dura". Y eso es peligroso, porque desplaza los márgenes de lo aceptable, normaliza una respuesta autoritaria frente a la protesta pacífica. Si envías al Ejército cuando ni siquiera hay una rebelión, entonces, ¿qué harás cuando sí haya un conflicto serio? ¿Qué harás cuando haya una huelga general, por ejemplo? Lo peor es que es algo que ya estamos viendo replicarse en otros países.

Protestas en Los Ángeles miércoles 11 de junio de 2025.

Protestas en Los Ángeles miércoles 11 de junio de 2025.

Atacar a los medios de comunicación se ha convertido también en una estrategia ampliamente utilizada. ¿Es también consecuencia de esa década?

Existe efectivamente una línea de continuidad entre la oleada de protestas de los años 2010, la respuesta mediática y la relación cada vez más hostil entre las élites políticas y la prensa. Aquellos años, la prensa demostró su poder para moldear el significado, la legitimidad y el rumbo de las movilizaciones masivas…

… y las élites tomaron nota de ello.

Vieron cómo en las revueltas, desde la Plaza Tahrir hasta Occupy Wall Street, pasando por Venezuela, Turquía y Hong Kong, lo que les dio fuerza o, al menos, visibilidad fue la amplificación narrativa proporcionada por los medios. Quedó claro que los periodistas no eran solo observadores, sino también actores en el paisaje político. Las élites aprendieron que podían desacreditar a los movimientos desacreditando a los medios que los cubrían y que podían debilitar las protestas desde el inicio socavando la legitimidad de la prensa como intermediaria entre ciudadanía y poder.

Los fracasos de la década pasada prepararon el terreno para el giro autoritario que vemos ahora

Los medios de comunicación, sostiene, jugaron un papel importante en la difusión de las protestas. ¿Qué no supimos entender? ¿Qué parte de culpa tenemos?

La confusión de muchas protestas —falta de portavoces, demandas contradictorias, velocidad de los hechos— dificultó a la prensa contar una historia coherente. Nos deslumbraron los estallidos y no pensamos en dónde caerían los pedazos. Eso generó una crisis de autoridad interpretativa: los manifestantes se sintieron mal representados, el público confundido y las élites ocuparon ese vacío con narrativas de miedo, nacionalismo o conspiración. Hoy vivimos en un mundo moldeado por esos fracasos: de comunicación en los movimientos, de representación en la prensa y de confianza en las instituciones. Ese terreno allanó el camino al giro autoritario. El trumpismo, en gran parte, es una reacción antipolítica al colapso de las instituciones del siglo XX. Cuando el poder se vuelve opaco, atacar a la prensa no es solo consecuencia: es estrategia. Porque si desacreditas a quienes traducen el poder, reduces la capacidad del público para responder al poder.

¿Tiene algún ejemplo de cómo ese fracaso mediático ha configurado la actualidad?

Sin exagerar, la terrible guerra en Ucrania tiene algunas raíces en los relatos enfrentados sobre qué fue el Maidán. Diferentes medios crearon ideas radicalmente distintas de qué pasó. Por un lado, los consumidores de medios liberales globales en inglés tenían una idea, los consumidores de medios nacionalistas en ucraniano tenían otra y los consumidores de medios en ruso tenían una visión completamente diferente. Aunque la guerra tiene raíces geopolíticas más profundas, una parte importante de lo que pasó en 2014 tiene que ver con que la gente del este y sureste de Ucrania, que veía medios rusos, interpretó los hechos muy distinto a los que estaban en la plaza en Kiev. Esto muestra que los conflictos actuales más graves, como la guerra en Ucrania o la cuestión palestina, tienen raíces en intentos fallidos de entender y resolver esos grandes acontecimientos que ocurrieron hace una década.

Manifestaciones en Kiev en 2013 del movimiento Euromaidán.

Manifestaciones en Kiev en 2013 del movimiento Euromaidán. Efe

Si pudieras hablar ahora mismo con un periodista, en cualquier parte del mundo, ¿qué le dirías?

“"Lee historia". Hoy todo parece ocurrir desconectado del pasado, fuera de contexto. Muchos periodistas llegan a un país, buscan fuentes rápidas y cuentan solo lo que ocurre ahora, sin relacionarlo con su historia. Bastan un par de semanas para leer cuatro o cinco buenos libros sobre el país que cubres. Ese conocimiento lo cambia todo: permite entender mejor el presente y evita confusiones.

¿Podríamos decir que la gran lección de esa década es que "salir a la calle no basta"?

Sería un buen resumen. Salir a la calle no es suficiente porque no existe una fórmula mágica ni una protesta perfecta. Las movilizaciones son solo el inicio de un proceso largo, pero para transformar la sociedad hay que trabajar antes y resistir después del momento espectacular.