Unas elecciones extraordinarias. La participación, debida en parte al voto por correo, ha sido un testimonio de la vitalidad de la democracia alemana.

Una extrema izquierda en la ruina, por debajo del 5% necesario para conseguir entrar en el Bundestag. Una extrema derecha todavía demasiado fuerte, pero mucho menos que en Francia, y contenida por el cordón sanitario que los dos principales partidos han trazado a su alrededor sin hacer demasiados aspavientos.

La victoria, en los Verdes, de los realistas ante los fundamentalistas, de los ecologistas de Estado, que ya han ejercido responsabilidades en los Länder, ante el equivalente de la francesa Sandrine Rousseau que se preocupaba, también en Alemania, no tanto de cuidar el planeta como sí de afirmar una ideología global, radical y arrogante.

Olaf Scholz, el socialdemócrata que ha ganado por la mínima las elecciones en Alemania.

Olaf Scholz, el socialdemócrata que ha ganado por la mínima las elecciones en Alemania. Reuters

Los dos grandes partidos moderados, que, aunque los socialdemócratas ganaran por los pelos, estaban casi igualados y, obligados a formar gobierno con los liberales y los ecologistas, parecían incapaces, como por una sabiduría inmanente al pueblo soberano, de ceder a ese pecado de los tiempos revueltos que los griegos llamaban hubris (arrogancia).

Esta campaña exigente, rigurosa, y en definitiva, moderada, en la que los votantes siguieron con pasión los debates de alto nivel sobre la deuda, el cueste lo que cueste o la conversión digital, y en la que los aspirantes a la cancillería han tratado de respetarse mutuamente, de expresarse de manera educada y de dirigirse, en la medida de lo posible, de manera comprensible a los votantes. ¿Acaso no hemos visto a un candidato recurrir al griego antiguo para expresar su preocupación por una posible stasis, un bloqueo, del sistema político?

Una batalla despiadada en la que no se escatimó ningún argumento para poner al otro en apuros y en la que el campeón de la CDU pagó caro, como siempre pasa en la sociedad del espectáculo, sus errores y desatinos, pero en la que, al contrario que en Francia, no se pronunció ni una sola vez la palabra islam y apenas se pronunció la palabra inmigración: ¿porque era tabú? ¿Porque, como dicen Eric Zemmour y otros titiriteros parisinos, no había cabida para las "grandes preguntas"?

Si se habló tan poco de la inmigración y del islam, es porque la señora Merkel prefirió su país a su partido y la historia a su poder. Es porque tuvo el valor de pronunciar estas simples y casi bíblicas palabras: "Wir schaffen das", "lo conseguiremos". Como la mayoría de los dos millones de refugiados sirios y afganos que acogieron en 2017 acabaron encontrando un trabajo e integrándose, lo cierto es que... ¡sí que lo consiguió! Y eso es porque hubo, en Berlín, una demostración pura de grandeza, de moral y verdad kantianas, cuyo espíritu se ha extendido, por contaminación virtuosa, al resto de la clase política.

La excanciller alemana, Angela Merkel, en Berlín el pasado 27 de septiembre.

La excanciller alemana, Angela Merkel, en Berlín el pasado 27 de septiembre. Reuters

Porque estas elecciones pacíficas son la victoria de una niña de la RDA que, cada día, de camino al trabajo, pasa por delante del muro de la vergüenza que sigue en pie; una mujer que vive, con su marido, cerca de monumento en memoria del Holocausto.

Son las últimas palabras de una heroína de Herta Müller, atrapada en las telarañas de la Stasi antes de que una Dama de Hierro, heredera de Dietrich Bonhoeffer y Martin Niemöller, saliese de la crisálida.

Es la metamorfosis definitiva de la pequeña, la niña, das Mädchen, a la que todos habían subestimado y que, con su aire de ingenuidad perdida en medio de los dragones y barones de la Alemania reunificada, con sus maneras de Sigfrido, se enfrentó a los Wotans de los partidos que luchan por el reconocimiento y el poder; la que, con su candor de princesa de Mishkin unido con la eficacia de un Maquiavelo, la frialdad de un Bruto y la delicadeza estratégica de un Casio, derribó al gigante Kohl embriagado por su propia autoridad; descalificó al espantoso Gerhard Schröder, que, antes de venderse a Putin, había cometido el error de menospreciarla, y finalmente, redujo a los desastrosos extremismos a proporciones que nosotros, los franceses, podemos y debemos envidiar a los alemanes.

Es el momento de apoteosis de la hija de un pastor de Brandeburgo que, hace treinta años, sólo se consideraba apta para dirigir pequeños movimientos juveniles o recoger las quejas de los pescadores de arenques del Báltico, y que termina los dieciséis años de su largo reinado por todo lo alto; que abandona el escenario, sí, pero para entrar, viva, en la Historia de este siglo; y que, como la formación de una nueva coalición llevará su tiempo, se ofrece, bajo los vítores, el lujo de una temporada más de gobierno —¡otro gesto extraordinario en estos tiempos de "destronamiento" generalizado!—. Esta retirada también es la prueba de que el populismo antielitista no es, necesariamente, el final del camino en la política moderna, y eso sigue siendo una buena noticia...

En esta Alemania merkeliana y ahora posmerkeliana algunos ven una mirada grave y un aura demasiado sabia. Y no les faltará razón al señalar que el alma de Europa no puede reducirse a este espíritu de seriedad sobre un fondo de prosperidad.

Pero, en estos momentos, lo urgente no estaba ahí. Sino en las perniciosas ráfagas de viento que azotan el continente.

¡Ay! ¡No es el viejo Sturm und Drang! ¡Nada de tormentas de arte, espíritu e inteligencia! No. Una tormenta de odio y violencia. Un huracán de radicalismo y estupidez. Tal vez incluso la tormenta que Celan vio venir en aquel terrible verso de su 'Todesfuge' ('Fuga de muerte'): "La muerte es un maestro de Alemania", salvo que esta tormenta que ocupa el horizonte de Europa y que se vio sobre el cielo de Berlín no estalló finalmente en la capital alemana. Por el contrario, ha sido allí, en esta Alemania que les retuerce el cuello a sus demonios y a los nuestros, donde se ha topado con sus primeros pararrayos.

Es un hecho: el país de la Escuela de Frankfurt y su patriotismo constitucional; el país de Kant y su imperativo categórico; el país de Hölderlin y sus Wanderer que llegaron al plano nacional en una relación dialéctica con el extranjero, el país de Nietzsche, conspirando contra la pesadez satisfecha, retraída e hipócrita de la germanidad völkisch, está dando al mundo, y a Francia en particular, una buena lección de democracia.

Gracias, Alemania.