El Instituto de Oriente Medio publica, en Washington D. C., con un prólogo del antiguo jefe de operaciones en Irak y Afganistán, el general David Petraeus, el “informe afgano” que el presidente Jacques Chirac me hizo el honor de encargarme hace 20 años.

Fue el día después del 11 de septiembre y del asesinato, dos días antes, del comandante Masud.

Una coalición internacional acababa de derrotar a los talibanes y a su monstruoso régimen.

Jacques Chirac, (1932-2019)

Jacques Chirac, (1932-2019)

El presidente francés, en su despacho del Elíseo, me dijo que lamentaba no haber escuchado la advertencia que Masud le había hecho unos meses antes, el 6 de abril, durante una visita relámpago a París.

Y, sabiendo que yo había sido, junto con otros, el promotor de aquella visita, me encomendó la misión de volver a Afganistán; de pasar allí el tiempo necesario, con la ayuda de los medios que quedaban de la Embajada francesa en Kabul, y, atravesando los valles remotos del Hindu Kúsh, así como las zonas fronterizas con Irán, Pakistán y las antiguas repúblicas soviéticas, y que trajese propuestas concretas a París para ver cómo se podría contribuir a la reconstrucción de aquel país devastado pero en vías de renacer.

Releo, con la mirada de hoy, el informe que ha sacado del limbo un importante laboratorio de ideas estadounidense.

Me recuerdo elaborando planes para la formación de un ejército y un cuerpo de policía nuevos; para un proyecto de Constitución; trazando planes culturales, programas de educación nacional, reconciliación tribal, planificación urbana, salud pública, reforma agraria y carreteras.

Releo, con la mirada de hoy, el informe que ha sacado del limbo un importante laboratorio de ideas estadounidense.

Vuelvo a ver al presidente Chirac, con una disposición maravillosa, al igual que su primer ministro, Lionel Jospin, y su ministro de Asuntos Exteriores, Hubert Védrine, cuando le entregué, el 2 de abril de 2002, publicado por La Documentation française, el texto del informe, que ahondaba en los detalles de este desafío tan justo que era, a mis ojos, forjar la gran alianza de una tradición ancestral y los valores clave del universalismo democrático.

Pienso en las recomendaciones que, como señala mi segundo prologuista, Marvin G. Weinbaum, Director de Estudios sobre Afganistán y Pakistán en el Instituto de Oriente Medio, se llegaron a aplicar durante el segundo mandato de Chirac y luego, en parte bajo su égida, durante los dos mandatos de un George W. Bush, poco dado a la construcción nacional.

Y al recordar todo esto a la luz del revés histórico que supone la decisión, tomada por Donald Trump y luego acelerada por Joe Biden, de retirar sus tropas de Afganistán, de abandonar el país a sus demonios y de dejar claro con ese acto, como en Somalia, Siria, la Rojava o el Kurdistán iraquí, que la palabra de los estadounidenses no tiene valor alguno, me invade una inmensa sensación de que se ha perdido una gran oportunidad.

Sé que los propios afganos, al permitir que la ponzoña de la corrupción infecte sus instituciones, tienen una gran responsabilidad en todo el asunto.

Y soy el primero en ser consciente de que, como escriben mis dos prologuistas, tras el entusiasmo inicial, secciones enteras de mi informe, por desgracia, han quedado en papel mojado. Pero ¿era necesario deshacerse de todo como si nada?

¿El fracaso de no haber construido suficientes escuelas, de no haber entrenado a suficientes soldados y no haber metido en vereda a los señores de la guerra como Rachid Dostom o Ismail Khan justifica la entrega de las llaves del poder a los talibanes?

Pienso, por ejemplo, en todas las guarniciones del país que están cayendo en sus manos, a menudo sin oponer resistencia alguna.

Pienso en Herat, Mazar-e Sarif, Jalalabad, Bamiyán o Kandahar, ciudades en las que antes soplaba un precioso viento de optimismo y libertad, y que van cercando una tras otra.

Sé que los propios afganos, al permitir que la ponzoña de la corrupción infecte sus instituciones, tienen una gran responsabilidad en todo el asunto.

Pienso en las mujeres a las que habíamos animado a rebelarse y que ya están pensando, por precaución, en volver a su prisión de tela.

Pienso en la embajada francesa, que conozco de memoria, y que fue evacuada el viernes pasado en un ambiente generalizado de sálvese quien pueda.

Pienso en el embajador Martinon, que sigue allí, como un capitán que será el último en abandonar el barco antes de que se vaya a pique, y veo los vídeos que me envía, insoportables, en los que se ve cómo han vuelto las lapidaciones a los pueblos.

Y luego leo que, el 14 de julio, también ha caído el distrito de Spin Boldak, por donde pasa la frontera con Beluchistán y, por tanto, con Pakistán; y cómo no pensar que estamos al borde del escenario pesadillesco que también pretendía evitar la guerra de 2001 y que se está volviendo a desplegar bajo la mirada burlona o codiciosa de Putin, Erdogan, los ayatolás iraníes, el poderoso Xi Jinping o los últimos líderes de un Dáesh aún con vida si los yihadistas se mueven como pez en el agua entre los dos países y los arsenales nucleares de uno están al alcance de los esos pirómanos que vuelven a estar en activo en el otro.

Lo más angustioso de este asunto es el cambio de paradigma que se está produciendo.

Es la súbita sensación de irrealidad de una época en la que la democracia estaba cumpliendo con su papel cuando ayudaba a un pueblo de eruditos, místicos y jinetes a sentar, si lo deseaban, las bases de un Estado de derecho.

Es el espantoso contraste con este otro tiempo, el nuestro, en que la izquierda y la derecha en Francia, demócratas y republicanos en Estados Unidos, proletarios y ricachones en todos los países, soberanistas, insumisos, nostálgicos del repliegue en uno mismo, seguidores de la cultura woke o del egoísmo nacional revisitado, en definitiva, ese momento en que a casi todo el mundo le parece normal la victoria de una visión del mundo en la que la fraternidad ya no tiene cabida, en la que el respeto a la ley es la prerrogativa de un club de naciones ricas y en la que Occidente, tras sus viejos parapetos, se despide tranquilamente del mundo.

Desastre político.

Debacle intelectual y moral.