Entre todas las columnas que le he dedicado a Donald Trump desde el inicio de su mandato, hay tres en concreto que he releído esta semana y que no me han hecho sentir ni desagrado ni arrepentimiento.

Una, de enero de 2018, en la que lo comparaba con el padre Ubú, ese rey del Carnaval tan egoísta como abúlico, tan ávido como ignorante, y también irascible, complotista, escatológico, tiránico y cuya “abominación cómica”, según el genial Alfred Jarry, sería una imagen de los poderes que se cernían en el horizonte.

Luego escribí otra en enero de 2017 en la que —trayendo a colación al apólogo talmúdico del pastor de cerdos convertido en rey y reencontrado por el rabino Yehudá Hanasí, al oeste de Edom, en la piel del emperador Diocleciano— le decía a los hombres de buena voluntad y, en particular, a los judíos estadounidenses que sellar una alianza con semejante personaje, renunciar a su buen juicio ante tanta vulgaridad, hincar la rodilla, aunque fuera de manera táctica, frente a este mal pastor que no respeta nada más que el poder, el dinero, el estuco y los oros de sus palacios, en definitiva, entregarse no a Pompeyo o a Asuero, sino a Diocleciano, podía compararse con un suicidio.

Simpatizantes de Donald Trump, durante la toma del Capitolio.

Simpatizantes de Donald Trump, durante la toma del Capitolio.

Luego también escribí otra en septiembre de 2020 en la que recordaba la historia de Rómulo Augústulo, ese pequeño Augusto, ese niño rey cruel y ridículo, el último emperador de Roma con un nombre tan extrañamente fatídico —el nombre del fundador convertido en enterrador, un nombre que hablaba del auge y el esplendor clásico desfigurados por el sufijo diminutivo—. En aquel texto, en el que recordaba cómo se encontraron a Rómulo Augústulo, el día de su impeachment a manos de los senadores romanos, cuando Odoacro, rey de Hérules, hizo que abdicara: cotorreando, “tuiteando” en su gallinero.

Y ahí estamos ahora.

La cuestión no es si hay que llamar o no “golpe de Estado” a esta operación que ha acabado siendo patética, llevada a cabo en medio de un alboroto de maldiciones

Tras los acontecimientos de la semana pasada, al día siguiente de esas asombrosas imágenes de vándalos con sombreros de trampero tomando al asalto los escaños de Jefferson, Roosevelt y Kennedy, la cuestión ya no es saber si Trump es, o no, responsable en primera persona: sin duda lo es porque ha sido él quien, con sus llamamientos explícitos a marchar contra el Capitolio, ha hecho que “las luces sobre la colina” del excepcionalismo estadounidense se hayan convertido, en cuestión de horas, en fuegos de odio y criminalidad.

La cuestión tampoco es si hay que llamar o no “golpe de Estado” a esta operación que ha acabado siendo patética, llevada a cabo, en medio de un alboroto de maldiciones, tuits y selfis a manos de una panda de madres de familia con uniforme militar, complotistas semidesnudos con un casco de Goldorak o militantes de QAnon con tatuajes nazis en el pecho: los amotinados del 6 de febrero de 1934 tampoco tenía una pinta mucho más imponente que la de estos; tampoco el grupúsculo de generales antigaullistas de Argelia de aquel 21 de abril de 1961; tampoco los golpistas que abrieron fuego veinte años más tarde en el Parlamento español; tampoco los de la conjura de Catilina, a quien Cicerón puso en su sitio… En todo caso, esos sucesos también fueron, en cada ocasión, una especie de golpe de Estado…

La cuestión no es dejarse llevar por los debates actuales, que por el momento son secundarios, para saber si empresas privadas como Twitter y Facebook estaban en su derecho de vetar al faccioso presidente: el problema sin duda es importante y algún día, en el futuro, habrá que sentarse para desarrollar una verdadera reflexión sobre el estatus mixto, medio privado y medio público, de la cuenta en redes sociales de un personaje de la clase política, seguido por decenas de millones de seguidores, que hace un llamamiento a la sedición. Lo esencial, en esos momentos, era tomar medidas de urgencia que, según Maquiavelo, cuando reflexionaba sobre los golpes violentos contra la República romana, eran los únicos que podían romper el impulso de un presidente vencido dispuesto a tomar al asalto, tras el congreso, su propio despacho.

No. La verdadera cuestión es la del significado histórico o para la historia de esta secuencia.

Por el momento, se imponen dos precedentes.

En el 390 a. C., los gansos del Capitolio. Los gansos sagrados de Juno despertaron in extremis al antiguo cónsul Marco Manlio Capitolino (¿sería hoy Mike Pence?) y así se puso freno al asalto contra la República.

Y luego, muchos siglos más tarde, el saqueo de Roma a manos de Alarico, que no encontró resistencia alguna que lo detuviera y cuyas tropas, como lo contaría tiempo más tarde el mejor cronista de la destrucción de la ciudad eterna, utilizaron antiguas vasijas como “comederos para sus caballos”, fustes de columnas como “montadores para sus caballeros” y estatuas para hacer “cal”…

El sueño de Erdogan y Putin —humillar la democracia— al final lo han materializado un puñado de estadounidenses

Dicho de otra manera, ¿esta secuencia es un episodio o un presagio? ¿Un accidente o un momento de la Historia en mayúsculas? ¿El arrebato de locura de un rey destronado y ebrio de resentimiento que, como Ricardo III o Nerón, sería capaz de llevarse al abismo la grandeza de la República o bien una etapa más en el inevitable declive del imperio estadounidense y de sus instituciones, cuyo gran síntoma ha sido el trumpismo?

No creo en la fatalidad.

Creo que todavía hay partida y que depende de lo que hagan o no en los próximos días y horas los responsables de la administración de Biden, aunque también todos los Ted Cruz, los Mitch McConnell y las Lindsey Graham, todos esos líderes republicanos a los que corresponde pronunciarse sin más demora y decir alto y claro si tienen pensado permitir que una minoría de bárbaros destruya el partido de Abraham Lincoln y John McCain.

El corazón de Estados Unidos está en manos no de los dioses, sino de los hombres.

El sueño de Erdogan y Putin —humillar la democracia— al final lo han materializado un puñado de estadounidenses; por lo que corresponde a otros tantos volver a colocar, o no, el altar de la victoria en el Capitolio.