Nunca me había cruzado en persona con Didier Raoult.

Hizo una buena crítica de mi libro en uno de sus vídeos virales. En este cuaderno de notas, he manifestado la simpatía que, desde un principio, me inspiraba el personaje.

También nos habíamos escrito.

Gracias a estos intercambios, supe un par de cosas de él que, curiosamente, no he leído en ninguna parte. Una de ellas, que a su padre, por ejemplo, lo reclutó Malraux para ser el médico de la brigada de Alsacia-Lorena. 

Que su madre, Francine, era la Solange de las Jeunes Filles de Montherlant a la que le partieron el corazón cuando tuvo que romper sus esponsales por las razones —la homosexualidad del gran hombre— que para los biógrafos no son secreto alguno, pero que una correspondencia inédita podría volver a sacar a la luz.

Didier Raoult ante la Asamblea Nacional de Francia.

Didier Raoult ante la Asamblea Nacional de Francia. EFE

Que la madre de esta, la abuela materna del profesor, era concertista y cantante de opereta, y que descendía del general en jefe del Ejército Católico y Real de Vandea, Henri de La Rochejaquelein; su abuela, un siglo y medio más tarde, fue deportada a Ravensbrück.

Pensando en ella grabó en el frontón de su hospital de Marsella estas palabras de Hölderlin: "A quien sufre en extremo, el extremo le conviene"; también, como homenaje a su abuela, inscribió esta segunda frase, magnífica, que se le atribuye al joven jefe de las tropas vandeanas: "Si avanzo, seguidme; si muero, vengadme; si reculo, matadme".

Que su esposa, Natacha, es una psiquiatra que ha pasado por Foucault, Lacan, Canguilhem y el judaísmo lituano.

Que él piensa que la inmigración es una oportunidad para Francia y que, sin ella, después de tantos años, no habría investigación digna de ese nombre en el país.

Que ha cogido la sarna cinco veces yendo al fin del mundo a examinar a aldeanos, de los que cogía muestras de insectos portadores para descubrir el misterio de las epidemias.

En definitiva, todo eso ya lo sabía, pero el pasado miércoles 8 de julio fue la primera vez que, por iniciativa del colegio de abogados de París y de su presidente, Olivier Cousi, por fin nos vimos en persona y tuvimos la ocasión de debatir durante dos horas sobre el Covid-19.

Vernos en persona quizás sea una expresión demasiado exagerada para una de estas conversaciones en la distancia, a través de Zoom, a las que todos nos hemos sometido sin siquiera pensarlo.

Pero, en fin, ahí estaba la bata blanca.

La pupila mineral, negra de intensidad y ardor, el ojo clínico del gran patrón que debe decidir con rapidez, superar y solventar la difícil prueba íntima de la duda y darle a su gesto el carácter de inflexibilidad y evidencia que, de cara al paciente, generará confianza.

Esa faceta nada cómoda que, en estos momentos, se reprime, pero me lo imagino encolerizado como Jouvet (ese otro "patrón"). Lo veo, como un temible director de orquesta, blandiendo no la batuta, sino el estetoscopio sobre la cabeza de un clarinetista sin aliento (o del compañero pusilánime que quiere acabar de hacer pruebas con los ratones antes de empezar a tratar a los humanos).

Las greñas rebeldes y esa barba no menos rebelde y rubia que parecen estar ahí para demostrar que no es de los repeinados y modositos cuando la urgencia apremia y el diagnóstico debe caer como un rayo; que no es de los que se ponen a hilar muy fino y se pierden dentro de sus normas (a menos que sea el vestigio de una de esas juventudes que perduran porque no son un fogonazo de la vida, o un genio mortal, sino una derivación ética imposible de aplacar, aquel “prohibido ser viejo” del rabino Najmán de Bréslev, cuyo nombre sé que no le es ajeno).

Luego, también, ese aspecto de motero que encarna igual que otros su aire de dandy y que lo sitúa, erudito, en el campo de los libres, de los rebeldes e incluso de los bad boys cuyos enfados, desafíos a lo respetable y sus atrevimientos a menudo he observado que son buenos amigos del bien.

El debate anunciado no fue ningún debate. Estuvimos de acuerdo en lo esencial.

Pero aquellas dos horas reforzaron la opinión que me había formado de él desde un principio. Me gusta que este hombre se haya guiado durante esta crisis tanto por la necesidad de curar como por el saber.

Me gusta que en el momento en el que el cuerpo médico nos trataba como a un cuerpo colectivo, en el momento en que solo existía ese enorme cuerpo globalizado, convertido en un modelo, medido en curvas, picos y mesetas, en un momento en que, dicho sea ya de paso, se inyectaba en ese cuerpo la idea emponzoñada de que el peor enfermo ya no es "el enfermo imaginario", sino "el enfermo que se abandona" y quien, como no presenta ningún síntoma, es enemigo de sus semejantes, él, Raoult, se mantuvo fiel al juramento hipocrático: tratar cuerpos individuales.

Luego también comprendí otra cosa. Por costumbre, se maldice a Casandra. Siempre recibimos mal a los portadores de malas noticias. Él, Raoult, es todo lo contrario. Dentro de la pesadilla que han sido estos tres meses, a pesar de su apariencia provocadora, ha tenido un papel más bien tranquilizador. Decía que la epidemia era trágica, pero no sin precedentes. Reinscribía este acontecimiento dentro del curso de la historia general, que conoce sobradamente las pandemias. Y, cuando, con su hermosa voz, que arrastra las erres (como guijarros que ruedan por el río), por su ligero acento meridional, lanzaba adoquines con la honda contra lo que llama, igual que yo, el neopetainismo del ambiente, cuando afirmaba que no hay fatalidad en la segunda oleada ni tampoco razón para ceder ante el pánico, nos da esperanza; nos trae buenas noticias; por eso, es lo contrario a Casandra, y eso que intentan callarlo.

El mundo al revés.

Como viene siendo habitual, este virus nos vuelve locos.

Y, entre quienes odian a este hombre, crece el oscuro deseo de que suceda lo peor.