Magas-Mujeres en la Historia

Si Magdalena de Guzmán fuera inglesa tendría una serie de la BBC

Una de las primeras políticas de España sigue enterrada debajo del hemiciclo del Congreso de los Diputados.

28 enero, 2023 02:26

Desde que he publicado mi última novela, El escaño de Satanás, contesto sin cansarme a esta pregunta: ¿Realmente existió Magdalena de Guzmán? La respuesta es que sí.

Si se piensa, tiene sentido que Magdalena de Guzmán, segunda marquesa del Valle de Oaxaca, siga todavía sepultada en el salón de plenos del palacio de las Cortes, en el lugar en que estaba la antigua iglesia del convento del Espíritu Santo, fundado por ella misma, justo donde se encuentra la tribuna de oradores. Y tiene sentido porque quizá sea la primera o una de las primeras políticas de la historia de España.

Antes de ella hubo mujeres en política, pero todas fueron reinas o nobles. Sin embargo, Magdalena de Guzmán procedía de una familia de funcionarios de la Corte, de la clase media de entonces. Por eso la considero una política, porque sin ostentar derecho de cuna alguno se codeó, conspiró, influyó y compitió con los grandes protagonistas de los reinados de Felipe II y Felipe III.

El convento del Espíritu Santo en que fue enterrada Magdalena de Guzmán, en Madrid, visto en un plano de Pedro Texeira (1656)

El convento del Espíritu Santo en que fue enterrada Magdalena de Guzmán, en Madrid, visto en un plano de Pedro Texeira (1656)

Fue dama de Isabel de Valois, esposa de Felipe II; dueña de honor de Margarita de Austria, esposa de Felipe III; y camarera mayor de Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV. Tres reinas, tres reinados, tres coyunturas políticas. Sufrió la cárcel y fue expulsada de la Corte en dos ocasiones y en ambos casos regresó para recuperar su puesto. Y todo eso siendo soltera o viuda, pues no estuvo casada más que ocho años y, precisamente, durante ese tiempo, no ocupó cargo alguno. Semejante resiliencia en el círculo del poder sólo la poseen los políticos. Su vida contada como novela parecería exagerada.

No sabemos cuándo ni dónde nació. Yo me inclino por Andalucía, muy probablemente Sevilla, porque allí, al permitírselo su fortuna, recompró una casa que fuera de sus padres, y por cualquiera, entre 1545 y 1550, para el año de su nacimiento. Su padre, Lope de Guzmán y Guzmán de Aragón, fue gentilhombre de cámara de Felipe II y, en tal condición, se le encargó acompañar a la reina niña, Isabel de Valois, ya casada con el rey por poderes, en su viaje de Francia a España. No desaprovechó Lope la ocasión.

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Para cuando la comitiva llegó a la Corte, él mismo se había convertido en maestresala de la reina y a sus hijos, Diego, Félix y Francisco, los había colocado de pajes. A Magdalena la nombraron dama de la reina, que tenía una edad similar.

La Corte afrancesada de la reina Isabel fue caballeresca y divertida; en ella la joven Magdalena comenzó una apasionada relación ilícita con el mejor partido de su tiempo, el primogénito del gran duque de Alba, Fadrique Álvarez de Toledo, que además estaba casado. En una carta, escondida por una mano negra hasta su reciente descubrimiento en el Archivo General de la Casa Medina Sidonia en Sanlúcar de Cádiz, le dice Fadrique a su amante, Magdalena:

Es Señora mía, de manera lo que os quiero que esto no me consiente que trate con vos trato ilícito pudiéndole tratar tan lícito, como será siendo desposados y en esto acabará vuestra merced de creer cuán diferentemente os quiero de lo que jamás hombre quiso”.

Oportunamente, enviudó Fadrique y entonces los amantes solicitaron permiso a Felipe II para casarse, pero, para sorpresa general, la furia del rey se desató como un trueno al enterarse del noviazgo. Sí, una furia tan exagerada, tan injusta y devastadora que sólo puede explicarse como lo hizo, años más tarde, un embajador en su carta a la República de Venecia: “La Marchesa del Vaglio o della Valle, che fu amata dal re Filipo II”. El rey actuó con tanta violencia, primero, y tanto remordimiento, después, que no cabe otra interpretación más que deducir que sus emociones y su amor propio se encontraban enredados en el asunto.

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En 1567, Felipe II, despechado, desterró a Fadrique a Orán y luego a Flandes, donde combatió junto a su padre, y a Magdalena la encerró en el convento de Santa Fe de Toledo. De Flandes el hijo del de Alba regresó convertido en un héroe y se reintegró en la Corte, lo que indignó a Magdalena, quien sintiéndose peor tratada que su amante, en 1578, once años después de su enclaustramiento, escribió al rey pidiéndole que se cumpliera la palabra de matrimonio que Fadrique le había dado. Felipe II, entonces, cambiando radicalmente de actitud, ordenó encerrar al hombre e iniciar una investigación judicial para determinar si tal promesa se había producido o no.

En este momento, entra en escena el gran duque de Alba que, considerando a la de Guzmán poco conveniente para su hijo y temiendo que casarlos era la intención del arrepentido rey, sacó sin permiso a su hijo de la cárcel y lo casó en secreto con su prima, María de Toledo. La reacción del rey ante la treta del duque resultó brutal: primero, dejó a Fadrique en prisión hasta el día de su muerte.

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Segundo, al gran duque lo expulsó de la Corte y, aunque después le encargó la conquista de Portugal, no le autorizó a volver de allí, donde falleció. Y tercero, perdonó a su amigo, el hombre más rico de España, hijo de Hernán Cortés, marqués del Valle de Oaxaca, del que se había distanciado por su intento de independizar México, a cambio de que se casara con Magdalena de Guzmán, a la que, por otro lado, concedió una dote propia de una princesa. No soy capaz de imaginar a un Felipe II más condicionado por su mala conciencia.

Y Magdalena, así convertida en una de las personas más acaudaladas de Madrid, brilló socialmente con idéntica intensidad a la que antes la había rodeado en su humillación pública. Pronto quedó viuda y, tal fue su leyenda, que algunos autores le atribuyen haber sido, con más de cincuenta, la primera amante del famoso conde de Villamediana, cuando este famoso poeta y pichabrava sólo contaba dieciocho.

En esta época de madurez, galantería y esplendor fue cuando, acogiendo a unos clérigos que huían de una riña con el también legendario caballero de Gracia (junto al ya mencionado conde de Villamediana, uno de los posibles inspiradores de la figura de Don Juan), fundó el convento del Espíritu Santo, contiguo a su palacio, unido al mismo por un puente, exactamente donde ahora está el Congreso de los Diputados.

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El reinado de Felipe III la repuso en la Corte, ahora como dueña mayor, número dos en el séquito de Margarita de Austria. Un detalle significativo: al hacer la reina su entrada en Madrid, Magdalena iba sentada en la carroza real, justo detrás del trono, y el rey eligió un balcón del palacio de la propia Magdalena para ver disimuladamente a su esposa llegando con su séquito a la capital del imperio, así de consolidada llegó a estar su posición. Después, no más Margarita se quedó embarazada, la eligieron aya de heredero o princesa que fuera a nacer. Su privanza en torno a los reyes acabó compitiendo con el del duque de Lerma, tal vez el político más corrupto que conocieron los siglos.

Questa é quella che goberna”, apostilló el papa Clemente VII sobre la marquesa del Valle en una carta del nuncio.

Y sucedió que, por segunda vez en su vida, fue expulsada de la Corte. En 1603, con escándalo, vergüenza y deshonra, sin reparar en que se encontrase enferma de fiebres tercianas, fue detenida, sometida a un absurdo juicio en el que no se dilucidó nada, y encerrada, esta vez en Logroño. Como escribió Quevedo, que de Magdalena de Guzmán decía que estaba “canonizada a fuerza de enemigos”, estas prisiones fueron “más misteriosas que justificadas”.

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En efecto, nadie entendió, entonces ni ahora, a qué fue debida esta segunda caída en desgracia tan estrepitosa. Se apuntan tres hipótesis: una, que la marquesa del Valle se entrometió entre el rey y la reina; otra, que hiciera temer al duque de Lerma por su propia influencia; y otra, que encabezase una conspiración internacional conectada con el ducado de Saboya, cuyos herederos, nietos de Felipe II, llegaron a España por esas fechas. Cualquiera de las tres, y es posible que todas conjuntamente, tiene fundamento.

Con el tiempo, su castigo se atenuó y se le devolvieron sus bienes. El duque de Lerma, tras su descalabro político, se convirtió en cardenal para evitar el cadalso y Felipe III murió. Al derrotado duque de Lerma, su archienemigo, ya muy mayores los dos, le escribió nuestra marquesa del Valle poniéndose a sí misma de ejemplo para animarlo a no rendirse:

“Pues si esto pudo una mujer y con la soledad que V.E. sabe de quien volviese por mi inocencia y con la ayuda de nuestro Señor (que sin ella nada podemos) resístidolo todo lo que la carne podía ponerme delante a V.E le suplico que resista”.

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Y envió a entregar esta carta… ¡ni más ni menos que al donjuán al que supuestamente ella desvirgó, al conde de Villamediana! Si me dejo llevar por la imaginación, creo que diría que el de Lerma y la del Valle son el Richelieu y la Milady de Winter de unos posibles mosqueteros españoles.

En 1621, con más de setenta años de aventuras a sus espaldas, murió Magdalena de Guzmán elevada a la Corte, finalmente como camarera mayor de Isabel de Borbón, al comienzo del reinado de Felipe IV y fue enterrada en su convento del Espíritu Santo.

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Por su causa un duque de Alba murió en prisión y otro, el grande, en el exilio; se dice que fue amante de Felipe II; heredó la fortuna de Hernán Cortés y fue su nuera; compitió en política con el perverso duque de Lerma; fue mano derecha de tres reinas en tres reinados diferentes; todo eso sin haber nacido noble y, sin embargo, en España nada ni nadie recuerda su nombre.

Es lamentable cómo se borró su recuerdo —no nos queda ningún retrato suyo—, pues verdaderamente fue una de las primeras mujeres libres de España. Que la política española suceda hoy sobre su sepultura, que siga enterrada bajo el hemiciclo del Congreso de los Diputados, junto a los cimientos de su convento del Espíritu Santo, en el fondo, no es más que otra paradoja de su biografía, una de esas magras compensaciones que ofrece la política a los desgraciados que la ejercieron con pasión.

Si Magdalena de Guzmán hubiera sido inglesa o norteamericana tendría una buena serie de televisión; sin embargo, fue española y, por tanto, la hemos olvidado.