Abuelas y bisabuelas que sobrevivieron a la posguerra: sus enseñanzas, hoy más vigentes que nunca.

Abuelas y bisabuelas que sobrevivieron a la posguerra: sus enseñanzas, hoy más vigentes que nunca.

Actualidad La historia es de ellas

Las lecciones de 10 abuelas de la posguerra que debes aprender para enfrentarte a la crisis del coronavirus

Ellas llevan toda la vida manejando crisis. Les preguntamos a algunas supervivientes cómo afrontan el Covid-19. De otras tantas heroínas, ya fallecidas, recordamos sus métodos valientes para salir adelante. 

19 marzo, 2020 01:58
Carmen Serna Lorena G. Maldonado

Siempre recuerdo a mi abuela con un delantal puesto para no estropear una ropa de un armario que tenía "dos hatos": el de diario y el de los domingos. Los sábados no existían en su vocabulario ni el descanso y el trabajo no era un castigo que sufrimos para poder vivir, era "un regalo de Dios" que nos hacía privilegiados.

Se llamaba Rosario pero sus hermanos la llamaban Lola. Cuando volvían de trabajar le preguntaban si había comido y ella les mentía. "Así que sólo desayunaba y cenaba en aquella época", contaba siempre.

Quizá a eso es a lo que se refería el portavoz de Vox en el Congreso, Iván Espinosa de los Monteros, cuando hablaba de que "lo que nosotros llamamos resiliencia, nuestros abuelos lo llamaban modo de vida". Muchas son las mujeres que, por propia experiencia, advierten de que vienen malos tiempos pero sus propias vidas demuestran que en la resistencia está la victoria sobre la crisis.

Asunción Serna Carbonell (1917): "Esto es como la gripe del 18"

Tenía un año cuando España sufrió una de las peores pandemias del siglo XX, la gripe española. "Mi madre me contó que se murió el cura, el enterrador, medio pueblo de Albatera...", recuerda en la salita donde hace unos días cumplió 103 años cada vez que alguien le habla del coronavirus. 

No oye bien pero los recuerdos se ordenan perfectamente en un siglo de historia de España: cuenta todos los detalles de cómo buscó desesperada a sus hermanos al acabar la guerra o cómo tuvo que vivir con uno en prisión con sentencia de muerte durante cinco años y otro en Francia, al que no volvió a ver hasta 1971.

Cuando las mujeres apenas trabajaban fuera de casa, ella se encargaba de la única gasolinera que había en el pueblo y echaba el combustible, las cuentas y lo que se ofreciera para sacar a su familia adelante. Si se le pregunta si podemos volver a pasar por esos años de crisis ella no lo ve claro: "Entonces se sufrió mucho y se padeció mucho. No será igual porque entonces no había agua en las casas. Ni de nada". Entonces no es ahora, parece decir.

Áurea Gil Aceituno (1943) - "Antes comíamos fiado. Ahora nadie se fía"

Auri se crió en Talavera, donde su padre tenía unas casas en alquiler, "una especie de corrala, pero la gente no le pagaba. Algo que puede pasar ahora si la gente pierde el trabajo", adelanta. Después de recoger algodón desde bien pequeña vino a Madrid con 13 años como doncella en la casa de don Vicente Aleixandre: "Trabajábamos como negros. Cuando íbamos a Valencia las bañeras estaban oxidadas y había que fregar y fregar", recuerda.

Encerrada, como todos, es consciente de la crisis que se anuncia: "Vienen tiempos duros pero no van a ser como entonces ni mucho menos. Los que no tienen medios económicos buenos lo van a pasar mal como los que no teníamos un trabajo fijo".

Auri sabe que en aquella época muchos como ella sobrevivían porque "para poder comer pedíamos fiado", pero "ahora no se fía nadie de nadie". Y, aunque no quiere dar consejos sabe que "lo teníamos difícil pero mal que bien, nos agarrábamos a lo que había": "Me acuerdo de haber comido hasta los tronchos que tiraba de los repollos una vecina. Ahora se ha estado tirando mucho y lo que tirábamos antes lo tendríamos que recoger ahora", advierte.

Francisca Hernández (1917) - "La mujer que daba la luz en la Gomera"

Doña Pancha, como todo el mundo la conocía en La Gomera, se quedó viuda con 31 años y tres niños pequeños. Su marido tenía el generador que daba la luz a la capital de la isla. Y ella lo heredó pesé a que no era normal que una mujer estuviera el mando de una compañía. Cuando recordaba esos días siempre contaba que durante la noche, incluso se despertaba cuando el motor se paraba y dejaba de funcionar sin que nadie la llamara.

Cuando llegó la amenaza de nacionalización de ese servicio no se lo pensó dos veces: se compró un abrigo, un billete de avión y se presentó en casa del ministro en Madrid. Llamó a la puerta y esperó para decirle que necesitaba tiempo para traspasar el generador y colocar a sus empleados. "Y le hizo caso", recuerda su sobrina Loli que advierte que era una mujer "de pelo en pecho".

Al preguntarse qué pensaría doña Pancha de la situación actual, Loli lo tiene claro: "Hablando con otra tía mía italiana me decía que esta situación hará reflexionar a los jóvenes porque ellos pasaron una guerra y se sacrificaron mucho, ahora tenemos que darnos cuenta de que no podemos tener todo a lo que estamos acostumbrados". 

Manuela López (1938) - "La calefacción era un bidón con un tubo con virutas"

Manuela ha vivido en Madrid toda su vida, cerca de Pueblo Nuevo. Con 13 años entró de aprendiz en un taller de alta costura. "Estuve 10 años porque ya me casé y tuve que dejar de ir". En su casa no había ni agua ni calefacción. "Teníamos que ir 10 números más allá para la fuente del agua gorda. Para el agua buena íbamos al cementerio".

Y su calefacción, "porque mi padre estaba enfermo, fue un bidón con un palo en el centro, rellenado de virutas, y debajo prendían fuego con un tubo para sacar el humo por la ventana, mientras le dábamos la vuelta a los abrigos para reutilizarlos".

A pesar de todo, en su infancia "fue feliz, tal vez porque éramos ignorantes. Ahora costará más y pagar, pagará siempre el mismo, el de abajo". Ella tiene claro que vamos a tener que adaptarnos a lo que venga porque "hablan de la crisis de 2008 pero no tiene ni comparación. Esto es otra cosa".

María Teresa Segovia (1935) - "La gente ahora vive al día"

Desde hace ocho meses vive enganchada al oxígeno por lo que el coronavirus le da miedo. Recuerda que era muy pequeña cuando la guerra y que lo pasó muy mal en esa época porque su padre y su hermano tuvieron que esconderse. "Después no estuve tan mal porque mi padre era secretario del Ayuntamiento y mi marido ingeniero".

Ella no pasó hambre pero "tenía vecinas que sí que recogían los desperdicios de las patatas y las hervían o las freían para poder comer". Por eso sabe que algo  "tendremos que hacer como lo que hacíamos nosotros en aquella época porque la cosa está fatal"

Su receta: "Nos vamos a tener que apretar mucho del cinturón. Ahora ya no se sabe ni quién es rica ni quien es pobre porque la gente vive al día y se endeuda. Yo no tengo ni una deuda".

María Criado (1924) - "No hay tanto peligro: ahora tenemos comida y hospitales"

María Criado García nació en 1923, en un barrio de clase trabajadora de Melilla. Era la segunda de 12 hermanos. Tres de ellos murieron. Su padre trabajaba con carros, vendiendo agua. Cuando estalló la guerra, tenía 13 años: cuatro de sus hermanos se fueron a luchar. “Recuerdo cuando empezaron a escasear los alimentos, como en toda guerra. Mi madre, Juana, montó una pequeña tienda allí en la casa. Como lo más urgente que hacía falta era pan, ella y yo cogimos un mortero y molíamos el trigo a mano, con nuestra piedra de moler. Hacíamos harina. Si había trigo, bien, si no, maíz”, relata.

“Un musulmán vecino nuestro nos hizo un horno pequeñito, que podía hacer dos o tres panes. El pan es muy chivato, ¿eh? Cuando se hace pan, lo huele todo el mundo, es como el café. Entonces venían a pedirnos porque tenían mucha hambre, nos decían que sus hijos llevaban tres días sin comer y mi madre le daba a todo el mundo, era muy generosa”, cuenta María. Más tarde, le pidieron al mismo vecino que les hiciera un horno mayor y acabaron montando un negocio de pan, aunque nunca dejaron de alimentar al que lo necesitaba. Un negocio formado por mujeres: en plena guerra civil. Juana, su madre, era mucha mujer: cuando sus hijos se fueron a la guerra se vistió de luto y ya no se lo quitó nunca, pero, cuando llegaron las cartillas de racionamiento y había problemas porque no les llegaba la harina, igual se encaramaba a un mulo y se hacía 20 kilómetros, campo a través, para exigirle lo suyo al gobierno regional. “Nunca le faltaron al respeto, ni la asaron ni nada”.

Cuando, afortunadamente, los cuatro hermanos de María regresaron vivos de la guerra, su madre y ella les cedieron el negocio de la panadería. Se dedicó, desde entonces, al hogar. Es una mujer de carácter, lúcida, heroica, que hoy sortea sus pastillas diarias y que mantiene firme su memoria antigua, aunque, a ratos, la de a corto plazo se le descuida.

Del coronavirus sabe poco y sus hijos no le han dado demasiados detalles para no alarmarla. Al Covid-19, ella lo llama “gripe mala”, pero cree que “se sale pa’lante”: “Mi madre dio a luz y a las dos o tres horas tuvo que echarse a andar un montón de kilómetros en busca de algún medicamento porque su marido y su hijo se morían de viruela. ¿Ahora? ¿Cómo va a haber tanto peligro si tenemos hospitales? Ahora tenemos comida y dinero. Es que la gente mayor… se pone muy enferma. Cuando salgo a la calle se lo digo a mi hijo: ayuda a esa mujer mayor, hombre”, dice, la pícara. “Quien me tiene preocupada es mi hija Concha, que trabaja de directora de enfermería en el hospital comarcal. Está todo el día fuera. Pero qué vamos a hacer, si es su trabajo”.

Marisol Rozada (1944): "Esto es una zorrería de los políticos"

Marisol Rozada Izquierdo nació en 1944 en Oviedo. “A mí no me cogió la guerra. Me cogió la necesidad de la guerra. Criéme con toda la necesidad. Había muchísima cosa y vivíamos acojonados bajo lo que nos dijeran. Había muchísimo machismo y eso ya no lo hay, es en lo único en lo que avanzamos”, cuenta a este periódico. Con 21 años ya tenía dos hijos, y a esa edad enviudó de su primer marido. Luego se trasladó a León con su segunda pareja. Es una mujer valiente, transgresora desde que tiene memoria, bajo el manto de todas las épocas vividas: tenía carné de conducir, le tiraban piedras las vecinas por ir a currar. Trabajó siempre en la Seguridad Social. Era la encargada de la lavandería y ganaba un sueldo bastante más alto que el de su marido.

Recuerda las penurias de entonces. Y la misoginia del momento. “A mí me pasaron cosas muy tristes. El hombre era macho, macho. Tenía yo 16 años cuando me casé, y mi marido tenía la costumbre de ir ahí a tomar unas copas con los otros compañeros de trabajo… porque si no iba decían que no era macho. Y yo le tenía que estar esperando en casa de una amiga. Luego iba empujándome carretera pa’rriba, con la borrachina, porque se quería quedar con los amigos”, relata. “Se hacían cosas avasalladoras de los hombres a las mujeres. Si me llega a coger ahora a mí aquella época… le hubiese arreado yo un palo que se hubiese acordado de la madre que lo parió. Se hubiese acordado. Después, cuando se moría, le dijo a su madre que yo era una santa, un ángel. Que dios lo deje descansar siquiera. Tragué más en la vida… que qué. Aguanté más… Tú vive como quieras, sé feliz y manda a tomar por culo a todo dios”.

¿Cómo ve Marisol esta crisis epidémica? ¿Qué aprendió de los tiempos más duros? “Antes eran más salvajes. Ahora están más civilizados. Antes es que tenías que trabajar para comer y ni siquiera había qué comer”, esboza. “Esto lo veo yo muy raro, ¿eh? Es a nivel mundial. Yo creo que son más los gobiernos y toda la raza política quien lo metió, porque esto es… ¡hasta cerrar las iglesias! No se puede decir más que eso. Es una cosa disparatada”.

En los años de la posguerra, dice, “el problema era político” y “si te daban una hostia, te la daban, y te tenías que quedar con ella”. Ahora, por suerte, ya no sucede eso. “También te digo: ahora todo a la ruina. Los comercios, todo. No me digas que no tuvieron que estar prevenidos para que nos machaquen de esta manera, que estamos como conejos metidos… Que la gente viaja mucho, que antes no viajaba nadie, pero ahora viaja la gente. No me digas que no vieron cómo estaba China para empezar a prepararse los demás países. Esto es una zorrería. Sólo dicen mentiras. Esto va a ser el caos. Esto es lo que buscaron esos hijos de puta: todos”.

María Jesús Rueda (1912): viuda, con dos hijos y seis reales al mes, vendedora de café y garbanzo

María Jesús Rueda Talavera nació en 1912, en Martín de la Jara (Sevilla). En el 36, cuando estalló la guerra, tenía un marido, una hija de un año y estaba embarazada de un segundo crío. Su esposo fue reclutado y, a los pocos meses de su partida, recibió la noticia de su baja en el frente. “Al día siguiente iba a dar a luz a su segundo hijo”, relata Pablo Corzo, su bisnieto. “Le quedó una irrisoria paga por viudedad de seis reales y dos bocas que alimentar. “Desde entonces, su día a día consistía en andar. Una jornada a Campillos, Teba o Almargen a comprar café y garbanzo, y la siguiente a Osuna, Aguadulce, Estepa o Sierra de Yeguas, a intentar venderlo”, cuenta.

Estas caminatas, que podían ir de 30 a 80 kilómetros, según el pueblo, permitieron la escolarización en el Colegio San Vicente de Sevilla de su hija la mayor cuando cumplió 5 años, quien pese a la división del comedor entre niños de padres pudientes y huérfanos, mantiene buenos recuerdos de las visitas que recibía de la gente del pueblo cuando pasaba por Sevilla”. La niña es hoy la abuela Dolores. Tiene 83 años y recuerda con cariño la testarudez de su madre, que le permitió sacar adelante a su familia en una posguerra especialmente dura.

Margarita Salvatierra (1907): modista que se apoyó en las redes vecinales

Margarita Salvatierra nació en 1917 en Madrid. Vivió en el barrio de La Latina. Tuvo cuatro hijos, sólo uno en la guerra; el resto en la posguerra. Su familia tenía una tienda de marcos y cuadros en la calle Humilladero desde mediados del siglo XIX. Ella era modista. Durante la guerra civil, se apoyó en las redes vecinales: le contó a su nieta María Pérez que una señora del pueblo llevaba al vecindario alimentos básicos de la huerta y que los intercambiaba por cosas, cada uno lo que pudiera. Margarita hacía arreglos de ropa y vestidos, sobre todo para niños. Vivía en una corrala sin baños y se lavaban en un balde en el patio. El tendero les fiaba hasta que hubiera ingresos, e incluso les regalaba alguna vez restos de jamón y arenques, artículos de lujo: Margarita hacía sopa “hasta con la peladura de patata”, recuerda María. Aún bajaba al río a lavar.

Su marido trabajaba en la Imprenta Real, y, durante la guerra, estuvo en el frente del Jarama. “Allí ayudaba a sus compañeros de trinchera analfabetos a aprender a leer y escribir en los tiempos de calma, sin batalla. A mi abuela la recuerdo cosiendo siempre, para las vecinas, para nosotros o mis tías”, cuenta su nieta. En la posguerra, Margarita subsistía gracias al trueque. Con una de sus vecinas intercambiaba jabón hecho en casa por retales y sobrantes de hilo. No todo era dolor: “Cuando era pequeña, mi abuela y las vecinas de toda la vida sacaban las sillas a la calle y se pasaban los veranos contando sus chismes, mientras nosotros zascandileábamos alrededor”, sonríe. Las redes vecinales y el apoyo comunitario sobrevivieron extraordinariamente, hasta bien entrados los años noventa. Se trasladaron casi todos, juntos, a la misma calle de Vallecas.

Florencia de los Mozos (1909): huérfana por la gripe de 1918, viuda con tres hijos, cuidadora y regente de un estanco

Florencia de los Mozos nació en Palenzuela (Palencia), en 1909. Siendo muy niña, con nueve años, perdió a su madre durante la gripe de 1918 y se vio obligada a crecer muy deprisa: tuvo que cuidar de sus cinco hermanos y de su padre, todos hombres. Nada le fue fácil. Por esos cuidados prematuros le fue imposible ir a la escuela: era la única chica y tenía que encargarse de levantar la casa. “Hizo lo que pudo”, cuenta su bisnieta a este periódico.

Cuando consiguió salir adelante, se casó, pero las cosas no fueron mejor: se quedó viuda con tres criaturas durante la Guerra Civil. Entonces tenía 35 años. Cuando mataron a su marido, uno de sus hijos tenía sólo tres meses. “Tuvo la ‘suerte’ de que al haber muerto por el Frente Nacional, a ella le pusieron un estanco”.

“Una vez al mes tenía que ir a un pueblo que estaba a 25 kilómetros, en autobús, para recoger todo el tabaco y el material que iba a vender en el estanco. Su suegro era un cacique y era el secretario del pueblo: cuando su marido murió, además de sus tres niños y del estanco, se tuvo que hacer cargo del suegro, porque enfermó. Él le dijo que como no cuidara de él, se despidiera de la herencia de su marido. Y cuidó de él hasta que murió. Percibió de herencia lo que quiso el hermano de su marido”.