
Imagen de archivo de una mujer apoyada en la espalda de su pareja. iStock
El amor a los 50, el nuevo lujo: cómo llegué a la conclusión de que (casi) todas las relaciones están llamadas a desaparecer
Existen relaciones extraordinarias de una noche y parejas de bodas de plata donde lo único que media es el aburrimiento.
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Durante mucho tiempo creí que querer a alguien era cargar con él, con sus manías, con sus muebles, taras, con todas sus grandezas y sus mierdas. Ahora no.
Simplemente, no creo en el amor como contrato permanente, el de la carta de San Pablo que todo lo cree, todo lo perdona y todo lo espera, que nunca recapacita y nunca se marcha. La monogamia vitalicia fue un buen invento, como la especialización profesional, cuando la esperanza de vida era discreta.
Ay, pero las mujeres de mi familia viven más de cien años, y yo, tras 48 observados, con la atención y el deleite de la cronista del contemporáneo asalariada, tengo claro que existen amores extraordinarios de una noche y parejas de bodas de plata donde lo único que media es el aburrimiento, a veces el aborrecimiento.
Hay vínculos que arden rápido y dejan belleza. Y parejas eternas que sobreviven como los cuadros torcidos que nadie se atreve a enderezar.
No soy enamoradiza y, sin embargo, me ha ocurrido varias veces. A los tres años me colé por un niño del Opus. Él no me correspondía, ni siquiera me invitó a su cumpleaños a mancharme los mofletes con mediasnoches de nocilla.
Desde entonces, mis elecciones amorosas han oscilado entre la exaltación byroniana y la desdramatización científica.
A veces al mismo tiempo. He amado con todo, con rabia, con fe, con ganas de redimir y de ser redimida. Con mucha inteligencia y ninguna paciencia. Nunca he sabido esperar sentada. Los arrastraba hacia el centro del escenario, encendía los focos y les decía: tú.
Con 33 y dos hijos me divorcié por primera vez, valientemente, a pulso. Me saqué la relación del costado como Náufrago cuando se arranca una muela careada con la cuchilla de un patín.
El feminismo no existía en la conversación pública. No se hablaba de cargas mentales, ni de empoderamiento, ni corresponsabilidad. Nadie usaba esas palabras, ni entre amigos, ni en la tele, ni en la política, ni en la conversación pública. Yo no tenía teorías ni tribu ni lenguaje organizado al que asirme.
Solo tenía una certeza, que la sociedad entera contrastaba con agresividades variopintas: este lugar no es bueno para mí. Y corrí... Me fui por intuición, como las perras que huelen el incendio antes de que arda la alfombra.
Tras unas pocas citas (he tenido muy pocos compañeros de catre, y lo lamento, porque, ahora lo sé, el sexo es democracia, alegría, la mejor aproximación al conocimiento del mundo, el mejor viaje, cultura general…), con el peso del machismo de sombrero, me entregué con devoción a reconstruir esa entelequia sagrada y pegajosa que es la familia.
La familia, eso que yo (creía que) había destruido (las mujeres estamos programadas con un software que nos precipita a la culpa constante y a pensar que si nos salimos del camino de baldosas amarillas somos parias, malas madres y un poco putas).
Y funcionó, más o menos. 14 años de segundo gran experimento matrimonial; el matrimonio, ese agujero negro del deseo; la convivencia, la tumba del amor (mi amiga Carmencita dice que, hechas las cuentas, todo es la tumba del amor, que terminará convivas o no).
Probablemente, todas las relaciones estén llamadas, en coherencia, a desaparecer. Y no pasa nada, porque el amor no se mide en años, sino en intensidad, en sentido, en presencia.
Ahora no quiero en mi vida a alguien que se quede para siempre… Ojalá fuera así, pero el tiempo no legitima nada. A los 48, una no busca el príncipe. Se busca a sí misma. Y debería encontrarse. Yo no lo he hecho (no debo estar lo suficientemente deconstruida...), pero vivo en coherencia los días pares.
Y es estupendo, soy muy consciente del valor del camino que he elegido, del precio de la libertad, que pago con una mano en la cintura... El propósito, ahora lo sé, no era la familia feliz, ni el amor total, ni la eternidad compartida: era la coherencia misma.
Hay que saber luchar sin miedo, también sin esperanza, con una sonrisa sexy.
Los días impares me desconcierto (el hombre tiene la capacidad de desconcertarse, el simio no), desde que las tradiciones que habían servido de contrafuerte a nuestra bestia se pusieron en cuarentena y después en ridículo, no sabemos lo que debemos hacer; ni siquiera sabemos lo que queremos, lo que nos gustaría hacer.

Imagen de archivo de una mujer dándole la espalda a su pareja.
Y acabamos deseando lo que otras personas hacen, o haciendo lo que otras personas quieren que hagamos. Y mientras redescubrimos el placer de la voluntad, también hemos empezado a ver claro lo otro: el desastre romántico que viene de serie con nuestra educación.
Somos la generación X: la primera que recibió la brújula de la igualdad, cuando ya habíamos sido criadas por claves sumisas. Nos enseñaron a empoderarnos, pero también a desvivirnos. Cabeza feminista, corazón patriarcal. Y eso es un cáncer emocional, biográfico.
En efecto, llegamos a esta edad con hijos, zurcidos, responsabilidades. Somos mujeres que aman con mochila. Y se nota. Pero los otros —los que no tienen hijos, ni ex tóxica,— asustan más. ¿Qué temperatura ha asolado su vida para que nadie se haya quedado? ¿Cómo han vivido sin que nadie les jodiera nunca la agenda?
Ficción mala. Ayer vi el primer capítulo de la tercera temporada de And Just Like That y me dio grima; no solo porque destroza la inmortal Sexo en Nueva York, inteligente, educativa, modernísima y visionaria (pero sobre todo hilarante).
En esta secuela solo podemos rescatar estilismos ostentosos e innecesarios y menopáusicas pijas en casas lujosas coleccionando bolsos con forzadísimo acento woke. Pero esa es otra cuestión. En este “Sexo en Nueva York Senior”, hablan del amor a los 50 pero tienen 60 (y mira ¡no!).
Una década arriba, otra abajo, ¡no! Hacen algo que en teoría es positivo: visibilizar las relaciones íntimas entre personas mayores. Masturbación, sexting, gemidos, lubricantes, pero en la práctica... escenas grotescas.
¡Que sí! Placer a cualquier edad, glups… También nos tenemos que deconstruir en esto. Porque parece que a los 40, los 50 (y a los 60 de Carrie y sus amigas), la tensión sexual continúa. Sin complejos. Sin excusas.
Cuando una mujer alega jaqueca, suele ser porque lleva 30 años con alguien que ya no le gusta nada, ni le ofrece placer, rehenes compartiendo un Wi-Fi. Cabe mencionar la alarmante falta de conocimiento del cuerpo femenino por parte de la mayoría de los hombres, tan grande como nuestra falta de asertividad erótica.
El amor a los 50 no es épico, es logístico: quién duerme dónde, quién tiene perro, y si a los dos les apetece lo mismo al mismo tiempo (spoiler: no). El amor a los 50 no es un cuento con final feliz. Es un episodio suelto, escrito con tinta invisible, que a veces te empapa el corazón.
Y, ¿quién sabe? De pronto sucede el Bingo. Encuentras a la persona soñada y ¡milagro! Existen personas inteligentes, sensibles, con narcisismos trabajados, cuidadosas, sanas, sexys, divertidas, generosas, fiables, entusiastas, fogosas y al mismo tiempo serenas.
No abundan, pero existen, lo sé porque yo (escribo luego) existo, como los pantalones blancos que no transparentan. A los 50, amar es el verdadero lujo. Y yo me he convertido en sibarita.