Puebla de la Sierra.

Puebla de la Sierra. E.E.

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Ni Chinchón ni Buitrago: el pueblo medieval más bonito de Madrid es conocido como el 'Osaka español'

En la sierra Norte de Madrid se esconde un pequeño pueblo que sorprende por su encanto medieval y su conexión con Japón.

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Cuando el viajero piensa en una escapada por la sierra Norte de Madrid, los nombres de Buitrago de Lozoya o Chinchón suelen aparecer en los primeros puestos de cualquier lista. Sin embargo, la cordillera guarda un rincón menos conocido que conserva intacto su espíritu medieval y sorprende por una conexión inesperada con Japón: Puebla de la Sierra, rebautizada cariñosamente como “el Osaka español”.

Ubicada en el remoto valle de la Puebla, a unos 110 kilómetros de la capital, este pequeño núcleo, protegido por cumbres que rozan los 1.900 metros, parece haberse detenido en el tiempo y regala al visitante un silencio que en Madrid es ya un lujo escaso.

A simple vista, llama la atención su tamaño: con casi 58 km², es uno de los términos municipales más extensos de la Comunidad, pero apenas supera el centenar de vecinos. Esa baja densidad humana, unida a la tortuosa carretera de acceso, contribuye a esa sensación de aislamiento que tantos buscan para desconectar.

No obstante, el aislamiento no implica ausencia de historia. Sus orígenes se remontan al siglo XII, cuando en la comarca de Buitrago comenzaron a levantarse poblaciones defensivas. De aquel trazado medieval pervive la trama de callejuelas empedradas y la robustez de sus casas de sillar, construidas para soportar los fríos inviernos serranos.

Un viaje al corazón del valle de la Puebla

Ese pasado defensivo también explica el nombre con el que se conoció al pueblo durante siglos: Puebla de la Mujer Muerta. Quien contemple el perfil de los cerros que la rodean entenderá la leyenda: las crestas forman la silueta de una mujer yacente. Entre montañas y leyendas, Puebla de la Sierra forjó una identidad propia que hoy se realza con un hermanamiento cultural singular.

Y es que, gracias a la iniciativa del artista local Federico Enguía, la localidad se unió a Osaka, recibiendo más de 200 obras que nutren uno de los pocos museos japoneses existentes en Europa. De ahí ese apodo que, lejos de resultar caprichoso, condensa la vocación artística de un pueblo diminuto pero inquieto.

Otro de los tesoros culturales es el Valle de los Sueños, un museo al aire libre donde 31 esculturas, donadas por creadores de todo el mundo, jalonan un paseo de poco más de un kilómetro. A cada paso, la piedra y el metal se funden con la vegetación serrana, y el visitante, con la cámara en ristre, descubre que el arte contemporáneo también tiene cabida en un marco eminentemente rural. Este contraste, lejos de chirriar, refuerza la sensación de que Puebla de la Sierra se reinventa sin traicionar su esencia.

Piedra, silencio y tradiciones que perduran

Quien camina sin prisas por el casco urbano encontrará la parroquia de la Purísima Concepción (templo del siglo XVII dividido en tres naves por sólidos arcos de medio punto), así como una plaza Mayor que invita a detenerse y observar la vida cotidiana, breve pero auténtica, de sus habitantes.

Un poco más allá, la ermita de la Virgen de los Dolores, erigida en 1564, custodia la memoria devocional de la comarca y protege, a su lado, una fuente de origen árabe. Junto a estas piedras centenarias se conservan los tinados, refugios pastoriles que recuerdan la trascendencia de la trashumancia para la economía tradicional.

Aunque reducido en población, el pueblo dispone de frontón, pista deportiva, consultorio médico, casa consistorial e incluso una hospedería para quienes deciden pasar la noche y prolongar la desconexión. Estos servicios, modestos pero suficientes, muestran un delicado equilibrio entre modernidad y conservación: lo justo para garantizar la comodidad del visitante, sin recorrer el peligroso camino hacia la masificación.

Más allá del caserío, los amantes del senderismo pueden coronar el pico de La Tornera (1.865 m) o acercarse al embalse de El Atazar, espejo de agua donde se refleja el perfil abrupto de la sierra. Desde esas alturas, el horizonte regala la vista de un mar de pinos, encinas y robles, salpicado de pequeños pueblos que, como Buitrago o Patones, atesoran su propia historia. Sin embargo, la soledad que aquí se respira, sumada a la ausencia de contaminación lumínica, permite veladas de observación astronómica que apenas encuentran rival tan cerca de la capital.

Frente a la bulliciosa fama de Buitrago, rodeado por su muralla árabe, su colección Picasso y una piscina que en verano se vuelve casi mediterránea, o al encanto de Patones, con sus viviendas de pizarra negra y sus bares repletos los domingos, Puebla de la Sierra ofrece otro ritmo: el del rumor del arroyo, el canto del herrerillo y el repicar de las campanas que aún marcan las horas.

En realidad, el mayor atractivo de este “Osaka español” radica en su capacidad de tender puentes: de Oriente a Occidente, del arte contemporáneo a las raíces medievales, de la soledad buscada al calor de un pequeño vecindario que todavía se saluda por su nombre de pila.

Quizá por todo ello conviene recorrer sus calles con respeto, sin olvidar que lo que hoy se nos brinda como destino fotogénico es, ante todo, la casa de quienes lo mantienen vivo durante los largos inviernos serranos.

Al concluir la visita, cuesta creer que a poco más de una hora de Madrid exista un lugar donde las noches son densas de estrellas, las esculturas brotan junto a piornos y enebros, y un museo japonés comparte protagonismo con una fuente árabe.

Sin hacer ruido, Puebla de la Sierra se consolida como un ejemplo de cómo la tradición y la cultura pueden convivir y, además, seducir a un turista que busca algo más que un selfie.