Siento, no sabéis cómo, sobre lo que voy a escribir, y mucho más me duele titularlo así. Pero llevo tiempo rumiándolo y las últimas noticias, que afectan a todos los partidos —memoria de Adolfo Suárez incluida— ya no me permiten dilatarlo más.
Me saldrían a borbotones los descalificativos, si bien, y a riesgo de quedarme corto, os anuncio en estas primeras líneas que me avergüenzo de mi género, el del varón heterosexual -dicho así para evitar equívocos-.
Según Wikipedia -la IA dixit- género es un concepto multifacético que se refiere a los roles, comportamientos y atributos socialmente construidos que una cultura asocia con ser hombre o mujer. Pues bien, los integrantes del género masculino, los “machos” en resumidas cuentas, nos hemos venido comportando con las mujeres -y, según parece, en ello seguimos- de una forma detestable, cuando no vomitiva.
Puede que no todos, a priori. Es cierto que es una minoría la que llega a la agresión, al abuso o al acoso sexual, comportándose como auténticos delincuentes -sean o no objeto de denuncia o, incluso, de sanción penal-, aunque si reparamos en el interior de los hogares, fuera de los entornos sociales o laborales, es posible -seamos sinceros- que el número aumente exponencialmente, y no sólo, que también, por mor de la violencia psicológica -el hacerlas de menos, en expresión coloquial-.
Y si en vez de pensar en los que se “pasan” por acción, recordamos nuestras omisiones, que haberlas haylas, como las meigas, es probable que seamos culpables una inmensa mayoría. ¿Cuántas conversaciones machistas, en las que se ha despreciado a la mujer, considerándola un puro objeto sexual, hemos consentido, sin atrevernos a cortarlas con la excusa cobarde de que no se referían ni a nuestra madre, hermana o novia?
Esto que denuncio -pongamos las cosas claras- nada tiene que ver con la biológica atracción entre sexos, pues ellas, como es natural, también la tienen respecto de nosotros, pero, si nos ponemos la mano en el corazón y hablamos desde la buena fe, todos sabemos que existe un factor que nos diferencia, cual es la posibilidad de imponer por la fuerza la satisfacción de los instintos. No en todos los casos, lo sé, pero nadie negará que el poder, en todas sus acepciones, lo hemos venido teniendo los hombres.
Ante este desolador panorama, solo hay un arma que, en mis torpes entendederas, resolvería el problema: la educación de los sentimientos, aunque, visto lo visto, todavía no hemos superado el primer curso de respeto, ya que es eso -el respeto- lo que nos llevan pidiendo las mujeres a los hombres desde tiempo inmemorial.
Y es más que evidente el fracaso educacional cuando nos topamos con el maltrato que reciben -ellas- en las redes sociales, sin ser necesario ni siquiera mencionar al maldito “reguetón”; cuando sigue siendo alto el número de víctimas mortales por violencia; cuando proliferan las denuncias por acoso, cuando no por abusos; y, también, last but no least, cuando ninguneamos la importancia del “solo sí, es sí”, en los piropos por la calle, en los roces en el trabajo o en las caricias en la cama.
En esta labor de instauración del respeto debido, nos tenemos que implicar todos, mujeres incluidas, sobre todo esas que, por rechazar al contrario, en aras de una feminidad mal entendida, por arcaica, tildan despectivamente como obra de “feminazis”, los logros -también para ellas- del movimiento feminista, ya que -nadie lo olvide nunca- el feminismo no es lo contrario, en movimiento pendular, al machismo, sino el noble intento de instaurar la igualdad entre los sexos, más allá de las obvias diferencias biológicas.
Mientras esto no se produzca, siento decirles a mis colegas de género, a los varones heterosexuales, que vamos a tener que seguir portando, sobre nuestras espaldas, la pesada cruz de ser considerados, por acción o por omisión, presuntos culpables de machismo congénito, mientras no demostremos -cada uno- lo contrario, pues pertenecemos a un colectivo que se lo ha ido ganado a pulso, generación tras generación.
Ojalá le demos entre todos, y cuanto antes, la vuelta al calcetín supremacista, sudoroso, a veces, apestoso otras, y, más aún, nauseabundo que, según parece, muchos siguen -seguimos- llevando puesto, tanto en el pie izquierdo como en el derecho, seamos zurdos o diestros.