Convocó Zenda, la revista literaria digital, un concurso de relatos bajo el lema #migeneración. Me llamó la atención la temática, en pleno atisbo de (nueva) guerra civil cultural en torno a los presuntos privilegios de la mía (los del baby boom) en relación con la maltrecha Generación Z, a la que pertenecen mis hijos, los hijos de mis amigos y los amigos de mis hijos. Así que me puse a escribir y me salió esto.

De pequeño quería ser periodista. En parte por Lou Grant, aquella serie mítica donde la redacción de Los Angeles Times daba cada semana una lección magistral sobre el noble oficio de descubrir la verdad y publicarla. Pero también porque mis padres, maestros nacionales, me enseñaron a leer a una edad muy temprana, y cada vez que venía una visita a casa exhibían mis habilidades poniéndome a leer alguno de los dos periódicos que se compraban a diario: el medio local, SUR, y también el YA, de la editorial católica.

El caso es que me aficioné muy pronto a leer la prensa. Primero la sección de sucesos, siempre atractiva para un lector joven y curioso. Y de ahí al resto de secciones: deportes, internacional, cultura, política.

Lo bueno de haber vivido los mejores años de mi adolescencia en provincias en plena explosión con la Movida madrileña es que uno escuchaba en su habitación compartida la ola entusiasta de creatividad musical de la época -de Glutamato Ye-Yé a Derribos Arias-, sin olvidar el mítico programa de Paloma Chamorro, las actuaciones en directo en Musical Express o el atrevido Cine de Medianoche impulsado por Pilar Miró desde la dirección de la RTVE. Y en casa comenzaron a comprar El País.

Hay situaciones que suenan a viejo. Las visitas, por ejemplo, tan festivas como inoportunas. Reuniones cargadas de alcohol y humo, de risas, propinas inesperadas de los sobrinos de mis padres, exclamaciones y chistes verdes. Pocas veces he vuelto a ver un mueble bar casero tan bien surtido como el que había en casa. Otra cosa antigua son las habitaciones compartidas, pero en casa éramos siete -con mi tía soltera incluida- y me tocó dormir muchos años con mi hermano mayor, verdadero artífice de mucho de lo que soy.

En un viejo tocadiscos de los sesenta sonaban desde Triana a Jimmy Hendrix, pasando por un abanico tan ecléctico que incluía a Lole y Manuel, Santana, Los Canarios o los Rolling, más que los Beatles.

Mi hermano se fue primero a estudiar a Madrid, y cuando murió Franco regresó a casa antes de tiempo. Llegó a la estación de tren con un cómic de Conan el Bárbaro, todo un descubrimiento a los siete años de edad, lector ya empedernido de casi todo lo que se me ponía a tiro, fuese Guillermo Brown o los libros bélicos de Sven Hassel. El caso es que mi hermano regresó a Málaga para estudiar Ciencias Exactas, así que yo me matriculé en Económicas cuando llegó mi hora, porque era más económico -nunca mejor dicho- y porque mis dos mejores amigos del colegio también acabaron allí. Importante esto.

Antes de eso llegarían las clases particulares de mi hermano a los hijos de un reputado urólogo. Tan reputado que el mayor viajaba una vez al mes a Londres a comprar música, vinilos míticos que escuchábamos de prestado juntos y embobados, a pesar de la diferencia de edad.

Estamos en el año orwelliano de 1984, y en nuestra habitación sonaban The Cure, U2, Simple Minds, Joy Division, The Smiths, Aztec Camera, toda aquella nueva oleada británica y diferente que nos permitía no sólo alejarnos de la gris vida de provincias, sino también aislarnos del alto volumen del televisor, de los ruidos domésticos del patio de vecinos o de las conversaciones telefónicas de mamá con las hermanas de mi padre, siempre carentes del más mínimo interés.

Ahora mis hijos disfrutan de habitaciones individuales, escuchan música infame y leen lo mínimo que pueden. Pero me lo paso bien con ellos. A veces pienso en todos los cambios que hemos vivido en estos años, muchos para bien, otros no tanto.

Compartí clase desde el primer curso de la EGB hasta el último año de carrera con uno de mis dos mejores amigos, y esa continuidad temporal, esa posibilidad de trenzar amistades para siempre parece haber desaparecido.

Cada cual, además, tiene su móvil, y aunque hemos visto muchas películas juntos -algunas de ellas en Filmin, temidas por mis hijos por sus finales realistas y poco felices-, ahora se impone lo individual, la diferenciación, el perfilado algorítmico y los reels de las redes sociales. Un escenario poco prometedor, casi preocupante, que marca el signo de los tiempos. Pero hay destellos que invitan a tener esperanza.

Mi hijo mayor, por ejemplo, alérgico a las letras y casi a las ciencias, pese a estar estudiando una ingeniería, me dijo hace poco que quería leer algún libro para relajarse antes de acostarse y dormir. Le di de inmediato una novela de un joven escritor peruano, divertido, políticamente incorrecto, gamberro. Se la bebió en una semana y ahora anda a trancas y barrancas con García Márquez y esa Crónica de una muerte anunciada que confío en que nos una a través del violento desenlace que espera a Santiago Nasar, inesperado eslabón literario intergeneracional.

Con respecto a mi hija, me gustaría contarles algo curioso. Vi en un boletín semanal de Rockdelux -revista a la que sigo suscrito por romanticismo en estos tiempos infames de tacañería cultural- un reportaje sobre Barry B, un cantante desconocido -de Aranda de Duero, señoras y señores- al que me apresuré a buscar en YouTube, porque uno es viejuno y no utiliza el Spoti, que tiene su dignidad.

Así que le envié uno de sus temas, pensando que le podía gustar, y me contestó sobre la marcha: en ese preciso momento estaba escuchando justo esa canción, ¿Quieres autodestruirte conmigo? Así que le estalló la cabeza, según sus propias palabras, acompañadas de emoticonos cariñosos y descriptivos. Una coincidencia tan improbable como feliz, que demuestra que nunca hay que dejar de intentarlo.

Y con el mediano el enganche es la NBA, que sigue con una pasión que bien podría poner a la hora de ayudar en casa, pero tampoco podemos quejarnos. A cada cual hay que dedicarle su tiempo, detectar lo que le interesa y mantener una comunicación permanente, aunque sea vía whatsapp.

A veces hablo con mi mujer y le pregunto si no recuerda nuestros años jóvenes, las borracheras, los primeros viajes, las fiestas horribles de Nochevieja, los escarceos sexuales en coches demasiado antiguos, demasiado incómodos y demasiado fríos en invierno. Los primeros amaneceres, el primer beso, la primera canción que nos supimos de memoria.

Nuestros hijos sueñan con viajar al extranjero, con irse en verano de fiesta con los amigos a un apartamento alquilado cerca de la playa. La autoridad en casa se demuestra teniendo el mejor móvil. De noche entran a los baños de las salas de juego porque están limpios y no tienen que hacer cola, y nos lo cuentan.

Miran la vida con ojos diferentes a los nuestros, y en sus cabezas hay mucho más espacio para la diversión y el entretenimiento que para la planificación a medio plazo. Y es normal, porque ese mundo en el que viven lo hemos construido nosotros mismos, sin pensar en ellos ni tenerlos en cuenta.

Manejan más dinero, viven pendientes de lo inmediato, no ven las relaciones ni los vínculos como un ancla. Y en los móviles transcurre una parte sustancial de sus vidas. Y, sin embargo, hablo con ellos y trato de ponerme en su lugar, y cuarenta años después de mi propia juventud pienso que quizás no lo hayamos hecho tan mal, después de todo. El tiempo me dirá si estoy o no en lo cierto. Ahora me toca disfrutarlos, con esperanza y convencimiento.