Infografías del diseño de la Torre Chipperfield en el puerto de Málaga.
La ciudad que crece… ¿pero para quién?
Al hilo de la eterna discusión sobre la Torre del Puerto de Málaga, es necesario hacer una reflexión mucho más amplia sobre el crecimiento de las ciudades, para qué es necesario crecer y a quién beneficia.
En este tipo de debates, aunque en este caso sea a título personal, creo que no está mal que la ciudadanía conozca la opinión del colectivo de los Ingenieros de Caminos, ya que disponemos de las capacidades y las competencias en materia de urbanismo.
En los últimos años muchas ciudades han abrazado un nuevo lenguaje urbano: torres icónicas, hoteles de gran altura, promociones de lujo y proyectos que buscan "poner a la ciudad en el mapa".
El horizonte urbano se convierte en símbolo de ambición, modernidad y atractivo global. Pero bajo ese horizonte pretendido late una pregunta que incomoda a unos y que nos preocupa a los urbanistas: ¿estamos construyendo la ciudad para sus habitantes… o para los que la miran desde fuera?
A primera vista, el dinamismo parece indiscutible. Llegan inversiones millonarias, se anuncian proyectos que prometen empleo, se multiplican los renders futuristas y las inauguraciones solemnes.
La ciudad se proyecta al exterior con un brillo casi irresistible. Y sin embargo, ese mismo impulso genera sombras que cada vez sienten más quienes viven en ella.
El acceso a la vivienda se ha vuelto uno de los frentes más críticos. Los precios crecen muy por encima del salario medio, la vivienda turística transforma barrios enteros y la oferta que se construye mira, en general, más al inversor internacional que al residente local.
Para muchas familias, conseguir una primera vivienda se ha convertido en una odisea, mientras los nuevos desarrollos, parecen reservados a un tipo de ciudadano que en realidad no vive, al menos de momento, en la ciudad que está cambiando.
Tampoco acompañan las infraestructuras. Las redes de transporte público se saturan, los accesos metropolitanos colapsan, los servicios básicos como agua, saneamiento y electricidad son insuficientes, faltan equipamientos educativos, sanitarios y culturales… y cada nuevo desarrollo inmobiliario, lejos de aliviar la presión, la incrementa. La ciudad crece hacia arriba sin asegurarse de que crezca hacia dentro: en cohesión, en movilidad, en bienestar.
El mercado laboral añade otro pliegue a este dilema. Aunque las cifras de paro se reducen, buena parte del empleo es temporal, estacional o de bajo valor añadido. El coste de la vida sube más rápido que los salarios y los sectores predominantes no siempre son capaces de sostener un modelo urbano que apunta cada vez más alto. La paradoja es evidente: se impulsa una ciudad que genera riqueza para algunos, pero no siempre prosperidad para todos.
La verticalización, presentada como un paso hacia la modernidad, también plantea cuestiones identitarias. ¿Hasta qué punto es deseable que los espacios estratégicos —puertos, litorales, accesos— se transformen en enclaves privatizados?
¿Puede una ciudad conservar su identidad si la escala del paisaje se decide según la oportunidad del mercado en lugar de una visión colectiva?
Las decisiones sobre el horizonte urbano tienen una carga simbólica que va mucho más allá de las alturas: definen cómo quiere verse una ciudad y, sobre todo, a quién quiere seducir.
Nada de esto implica rechazar la inversión ni demonizar la ambición. Toda ciudad necesita renovarse, atraer talento, generar actividad y mirar al futuro. El problema no es crecer: es crecer sin rumbo claro, sin equilibrio y sin preguntarse quién queda fuera del relato del progreso.
Si las ciudades quieren evitar una brecha cada vez más profunda entre lo que parecen y lo que son, deberán apostar por políticas urbanas que prioricen a quienes las viven día a día: vivienda asequible, transporte eficiente, servicios urbanos suficientes, equipamientos públicos robustos, planificación metropolitana de alturas y una gestión del suelo que capture parte del valor generado para reinvertirlo en el interés común.
Porque al final, el éxito urbano no se mide en metros de altura ni en fotografías aéreas. Se mide en la posibilidad real de que la gente pueda vivir, trabajar, desplazarse y formar comunidad sin sentir que la ciudad creció… dejándolos atrás.
Y es ahí donde se juega el futuro: en decidir si queremos ciudades que se exhiben o ciudades que se habitan.