Dicen que el animal más tranquilo del planeta es el capibara. Puede bañarse rodeado de cocodrilos y ninguno se atreve a atacarlo. No huye, no lucha, no compite. Simplemente está. Y esa calma —aparentemente ingenua— le salva la vida.

Mientras tanto, nosotros, los humanos, seguimos corriendo. Competimos por todo: por tener más, por ser más, por llegar antes.

Vivimos con la sensación constante de que vamos tarde, aunque no sepamos a dónde. Nos hemos convertido en presas de un sistema que solo entiende la velocidad, el clic inmediato, la gratificación instantánea.

Y sin embargo, tal vez el futuro no pertenezca al que más corre. Tal vez pertenezca al que aprende, como el capibara, a no reaccionar. A observar sin miedo, a moverse con propósito, a ocupar el espacio sin invadirlo.

Imaginemos por un momento que el ser humano decidiera convertirse en un capibara urbano. Que las ciudades bajaran su ritmo. Que dejáramos de construir para correr y empezáramos a construir para respirar. Que el valor no estuviera en la prisa, sino en la serenidad.

Una ilustración.

Una ilustración.

Quizás entonces nuestros hijos entenderían que la felicidad no está en el “ya”, sino en el “mientras tanto”. Que no pasa nada por no responder enseguida, por no publicar al instante, por no tener todas las respuestas. Que el tiempo no es un enemigo, sino el espacio donde crece la vida.

Las ciudades tranquilas serían como los ríos donde viven los capibaras: espacios compartidos, sin jerarquías, donde cada ser tiene su lugar y su ritmo. Un ecosistema donde la calma no es debilidad, sino inteligencia. Donde nadie ataca porque nadie se siente atacado.

En el fondo, regenerar las ciudades es también regenerar la conducta humana. Volver a ese punto donde la paz interior se convierte en energía exterior. Donde la calma no es un lujo, sino una estrategia de supervivencia colectiva.

El capibara no teme al cocodrilo porque no vibra en su frecuencia. Y eso es exactamente lo que las nuevas generaciones deberían aprender: a no vibrar en la frecuencia del miedo, de la prisa, del ruido.

El día que entendamos eso, habremos dado el paso más revolucionario de todos: pasar de ser depredadores urbanos a habitantes conscientes. Dejar de competir para empezar a coexistir.

Y entonces sí, el futuro —ese que tanto perseguimos— vendrá solo. Porque los capibaras, aunque no corren, siempre llegan.