Contra el horror y el terror no cabe la indiferencia. Ni mirar a otro lado. No se puede permanecer indiferente ante el horror de unos jóvenes que asisten a un festival de música y acaban asesinados o, en el mejor de los casos -por decir algo-, secuestrados.
Ni el de unos estudiantes o trabajadores que van en un autobús que es explotado por un cohete o un cinturón bomba. Ni, como hemos vivido en España, el de alguien que va o vuelve de trabajar y recibe un tiro en la nuca.
Ni el de las mujeres que no pueden salir de su casa porque su gobierno les otorga menos derechos que a los animales. Ni el de las familias que solo están esperando la muerte a través de un misil o, incluso, de hambre.
Espantados estamos ante el genocidio que está viviendo la población palestina en Gaza. Sí, es un genocidio de acuerdo al derecho internacional: las Naciones Unidas definen en la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio como la realización de actos «perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso» y esa es la intención que ha manifestado pública y reiteradamente Benjamín Netanyahu respecto al pueblo palestino residente en la franja de Gaza.
Pero no es el único: es lo que han manifestado pública y reiteradamente los ayatolás iraníes y sus secuaces de Hamás y Hezbolá respecto al históricamente castigado pueblo judío.
La historia está llena de genocidios mientras las sociedades miraban a otro lado: Judíos, Gitanos, Alemanes, Tutsi, Rohingya, Armenios, Biafra, Congoleses, Herero y Namas y otros muchos casos en los que la sociedad ha desviado la mirada.
Hasta el siglo XX apenas había formas de conocer estas masacres hasta pasado mucho tiempo, pero con la llegada de los medios de comunicación y las nuevas formas de comunicarse, especialmente en las últimas 3 décadas, ya no hay excusa para la denuncia pública.
Y los genocidas y sus apoyos lo saben: muy orgullosos no deben estar de sus actos cuando en Gaza han matado más periodistas (testigos incómodos) que en todos los conflictos del siglo XX juntos. Pero las sociedades ya no miran hacia otro lado: millones de personas en todo el mundo, también en Israel, se manifiestan a pie de calle contra esta barbaridad.
La sociedad israelí tiene motivos sobrados para sentirse amenazada: Irán, Hamás, Hezbolá y unos cuantos más están apenas a un paso de distancia. Pero el terrorismo palestino se podría haber combatido de mil maneras mucho más eficaces. Israel tiene recursos, tecnología, audacia e ingenio de sobra para haber eliminado a los grupos terroristas hace décadas.
Lo ha demostrado de sobra, pero el poder ha sido secuestrado por mentes violentas que recurren al terror sistemático y planificado contra una población por el simple hecho de serlo. Y no crean que Hamás, a quien el pueblo palestino le importa un bledo, se libra de la culpa: ellos sabían perfectamente cuál iba a ser la respuesta de un Netanyahu debilitado ante la barbaridad del ataque del 7 de octubre de 2023.
Estamos por tanto ante personas sedientas de dolor y sangre y ante las cuales no valen argumentos tales como los de un mundo mejor u otros similares. Una vez llegan al poder por métodos más o menos democráticos se transforman en autócratas y autómatas del poder que buscan tan solo sus propios objetivos personales.
No quiero imaginar el grado de enriquecimiento personal que podrían tener Netanyahu, Hamás y sus cohortes con todo el dinero que mueven estas operaciones geopolíticas. Y el que queda por mover por la reconstrucción de unos territorios a través de unos resorts que ya se están planificando. Aquí no se da puntada sin hilo.
El pueblo judío tiene una larga historia sin la cual no se podría entender la sociedad occidental actual. Y en contra de lo que muchos piensan han realizado grandes aportaciones a la sociedad. La religión, sin ir más lejos, es la más antigua de las monoteístas y de sus raíces nacen las religiones cristianas y musulmana y es fuente muy importante del pensamiento occidental.
Por otro lado, su capacidad de generar dinero ha hecho avanzar esta sociedad apoyando el desarrollo de naciones y tecnologías. El carácter minoritario de la religión y sus avances, especialmente económicos, les han convertido en víctimas de envidias y traiciones que les han llevado a ser expulsados de numerosos países (España entre ellos) y vagar por el mundo buscando su tierra prometida.
Un hecho del que el Holocausto perpetrado por los Nazis es la máxima expresión. Y es en este punto donde, una vez más, las potencias europeas plantearon soluciones a sus intereses creando problemas de difícil solución.
Por simplificar, el pacto Sykes-Picot dio lugar al actual mapa de Oriente Medio, con un pueblo palestino que se convertía en habitual moneda de cambio sin ser tenido en cuenta y provocando una situación de enfrentamiento que ha ido creciendo cual bola de nieve hasta llegar a la situación actual.
No es antisemitismo sentirse afectado por la muerte de personas, especialmente niños y niñas, y protestar pública y pacíficamente por ello. Es sencillamente humanidad. La misma que hace aflorar la rabia cuando un joven judío recién casado es ametrallado en un autobús por un terrorista cuando iba a estudiar. La venenosa política del ojo por ojo no lleva a nada más que a empeorar las cosas y al final pierden hasta los que ganan.
El vergonzoso silencio que numerosos gobiernos mantienen frente a esta escabechina transmite la sensación de legitimar un derecho moral de poder perpetrar un genocidio sin que nadie les pueda criticar por los atrocidades que cometen.
Esta mañana un general israelí se despertará y desayunará tranquilamente con la sensación de impunidad de saber que podría matar a personas inocentes, incluso lactantes, sin darles opción ni a defenderse ni a huir. Un vergonzoso silencio que abarca a numerosos países, especialmente occidentales y árabes.
Este genocidio no tiene nada que ver con la lucha antiterrorista. El horror de Gaza debe parar ya.