Tenía pendientes de lectura dos artículos publicados en verano y que llamaron mi atención. Los dos hacen referencia a un concepto reciente, el llamado mankeeping, algo así como el sostenimiento (emocional) de los hombres, acuñado por dos investigadores de la Universidad de Stanford, Angelica Ferrara y Dylan Vergara.
El primero de esos artículos lo publicó Andrea Insa Marco en El País el 3 de julio; el segundo apareció en el New York Times el 28 de julio, firmado por Catherine Pearson. La idea de mankeeping parte de las investigaciones que revelan una caída en picado de las redes masculinas de amistades en los últimos años, algo que nos parece extraño y asombroso a quienes militamos en la cultura mediterránea.
El caso es que cada vez más hombres estadounidenses carecen de redes sociales físicas, de compañeros fiables a los que recurrir en momentos de debilidad o para hacer una confidencia, para un rato de sano desahogo, de apertura vulnerable.
La nueva masculinidad exige fortaleza física y mental, músculos, testosterona, calistenia. Y eso es poco compatible con la creación de vínculos emocionales, que son vistos como una debilidad, casi como una característica femenina.
Parece una tontería o una exageración, pero no lo es. Los estudios realizados en diversos países revelan que más de la mitad de los varones de sitios como Estados Unidos, Australia o Canadá afirma que no tiene un verdadero amigo.
Se habla incluso de recesión de la amistad masculina, de epidemia de soledad masculina, y al leer estos datos uno casi ve con admiración esa sana camaradería británica basada en la bebida acelerada de pintas de cerveza entre cánticos futbolísticos y amenazas latentes de pelea.
La cuestión es que, en ausencia de amigos, los hombres buscan en sus parejas, estables u ocasionales, ese sostenimiento emocional, ese papel de terapeutas que les dediquen el tiempo que necesitan sus personalidades sólidas de cartón piedra, mucho más vulnerables y frágiles de lo que reconocen en público.
Y muchas mujeres están hartas de este trabajo emocional, oneroso, no reconocido, carente de reciprocidad, y lo están comentando entre ellas y en público, a través de las redes. A estas alturas, sólo el 36% de las mujeres solteras acude al mercado de aplicaciones de citas, cansadas de hombres infantiles que buscan sexo ocasional y apoyo emocional, mientras que el 61% de los varones se mantiene fiel a la posibilidad de hacer match con alguien que los quiera, los comprenda y los escuche.
La solución deseable pasa por una reflexión masculina colectiva, pero las recientes noticias de grupos masivos de Facebook donde miles de hombres han compartido fotos íntimas de sus parejas o exparejas para hacer comentarios groseros y chabacanos no invitan al optimismo. Más bien todo lo contrario.
La idea de mankeeping es más compleja que todo esto. Como dice Andrea Insa, nombrarlo e identificarlo “sirve para que ellos puedan crear y mantener conexiones sociales libres de las rígidas normas de la masculinidad tradicional, y para que ellas no se conviertan, de forma no remunerada y desigual, en las terapeutas, animadoras, secretarias y madres de sus parejas, amigos y familiares”.
Lo suscribo. Y es que a pesar de que en las conversaciones con mis amigos de siempre cada vez hablamos más de nuestros hijos, de nuestros padres y madres, de la proximidad de la jubilación, de nuestras dudas y preocupaciones, al final la terapia se hace en casa, con una buena charla abierta y distendida con la mujer con la que compartes tu vida.
La definición de mankeeping se basa en otro concepto no menos interesante y también real: el de kinkeeping, el trabajo de mantener a la familia unida. Lo acuñó en los años 80 la socióloga Carolyn Rosenthal para hacer referencia a ese otro esfuerzo invisible y no reconocido, protagonizado en un 90% por mujeres, para mantener vivos y sólidos los lazos familiares. Y no se trata de la familia nuclear, sino de la familia en sentido extenso, que incluye a hermanos, tíos, primos, sobrinos, etcétera.
Es un trabajo apasionante, que obliga a mirar atrás. En mi casa, las hermanas de mi padre hablaban por teléfono con mi madre para mantenerse al tanto de las novedades familiares, y era la mujer de mi tío, el hermano de mi madre, la interlocutora con esa otra ramificación familiar.
Ellas recordaban los cumpleaños, las onomásticas, los aniversarios de las pérdidas; ellos hacían las quinielas. Recuerdo con cariño los largos días de playa en La Araña, en el chiringuito del Mijeño, cuando nuestras madres y tías pasaban las tardes hablando y comentando todo tipo de incidencias familiares, mientras que sus maridos jugaban al dominó en el merendero, intensas y escandalosas partidas bien regadas con cubalibres de Larios-Cola, y en las que cualquier desliz, cualquier fallo, no seguir a tu compañero cuando era mano o cometer un error que propiciara el ahorcamiento del cuatro o cinco doble, propiciaba un explosivo griterío que se escuchaba desde la orilla.
El caso es que eran las mujeres el pegamento de las diferentes ramas familiares, en feliz definición de Rosenthal, y podemos y debemos pensar quiénes cumplen esa función ahora, a nuestro alrededor.
En mi familia, es mi hermana mayor la que siempre insiste, la que tiene su casa siempre abierta, y es de justicia reconocer ahora que hay que agradecerle ese esfuerzo, que a veces nos puede parecer pesado o demasiado insistente. Gracias, hermana mayor. Y con respecto a los amigos, ahí están Alejandro y Ana proponiendo encuentros en el grupo de whatsapp, a veces con sugerencias atrevidas o incomprendidas, arriesgándose a recibir comentarios sarcásticos y bromas de dudoso gusto.
A los hombres con dificultades emocionales, para terminar, habría que proponerles una cierta apertura y recordarles, como decía la escritora cubana Karla Suárez en su novela “El hijo del héroe”, que el músculo más importante es el cerebro.
Ignacio Pereyra nos ha hecho el favor de traducir al castellano y publicar en substack (Recalculando) las historietas ácidas de Lily O’Farrell sobre el mankeeping, no aptas para ofendiditos. Y a esas personas que nos rodean y que se esfuerzan por hacer de pegamento para que todos sintamos que formamos parte de una familia, o de un grupo de amigos maravilloso, convendría darles las gracias, siempre dispuestas a que vaciemos sus neveras o a que nos bebamos su whisky. ¿Quién dijo que la sociología era aburrida? Sin vínculos no hay paraíso, ni en el cielo ni en la tierra.