Hace poco, en la fila de un supermercado, una señora mayor se confundió al usar el datáfono. Un joven murmuró con desprecio: “Esta gente no debería salir sola”. Nadie dijo nada. Solo una persona la defendió, y en lugar de apoyo, generó incomodidad. Algunos incluso cuestionaron: “¿Y este por qué se mete?”

En nuestra sociedad acelerada, mirar hacia otro lado ante la injusticia se ha normalizado. Cada micro decisión de no involucrarse refuerza los sistemas injustos y fomenta la impunidad. Los movimientos sociales han avanzado gracias a quienes rompieron ese silencio, y no hacerlo tiene un coste moral, económico y social.

Dar la espalda a lo que sucede como forma de vida, porque nada, salvo lo nuestro, nos interesa y preocupa, nos denigra como sociedad. Este comportamiento tiene nombre: “el efecto testigo”, también llamado síndrome Genovese, en recuerdo de Kitty Genovese, una joven asesinada en Nueva York en 1964 mientras decenas de personas, según se dijo en su momento, observaban sin intervenir. Creyeron que “otro” haría algo. Nadie lo hizo.

Hoy, ese efecto sigue presente. Vivimos tiempos en los que, paradójicamente, estamos informados de todo y atentos a muy poco. Nos enteramos de injusticias a diario, pero hemos aprendido a mirar hacia otro lado si no nos afectan directamente. Pensamos que no es nuestro problema, que actuar puede ser exagerado, incómodo, peligroso o innecesario.

A esto se suma una dificultad creciente para actuar sin ser inmediatamente etiquetado. En un entorno tan crispado y dividido, no estar dogmáticamente alineado en uno u otro bando, sea el que sea, resulta inconcebible para unos y otros, para los que sólo existen el blanco y el negro, nunca el matiz, el razonamiento, el debate o la compleja gama de grises. Así, defender una causa concreta o señalar una injusticia puntual suele generar desconfianza: no importa lo que digas, sino de qué lado pareces estar.

Esta forma de ver el mundo empobrece el diálogo y frena la acción ética. Pero la justicia no puede aplicarse a conveniencia. Es como un tejido que sostiene lo común: si se rompe y nadie lo repara, termina por desgarrarse por completo.

El filósofo Martin Niemöller lo expresó con crudeza tras el horror nazi: “Primero vinieron por los socialistas, y guardé silencio porque no era socialista. Luego vinieron por los sindicalistas, y no hablé porque no era sindicalista. Más tarde vinieron por los judíos, y no dije nada porque no era judío. Finalmente vinieron por mí, y para entonces ya no quedaba nadie que hablara en mi nombre”. Sin caer en comparaciones extremas, su mensaje sigue vigente. Las injusticias pequeñas, cotidianas, contra quien piensa diferente, quien vive distinto, quien no encaja, van erosionando la convivencia día a día.

No se trata de ser héroes, sino de no quedarnos callados cuando algo está mal, aunque no nos afecte directamente. Eso también es construir ciudadanía. Reconocer el dolor ajeno como reflejo de nuestra propia vulnerabilidad. Y cuando llegue el silencio, que sea porque hay paz, no porque fuimos cómplices de lo injusto.

Es posible vivir con otra ética, más empática, más activa. Todo comienza con pequeños gestos: una palabra justa en el momento oportuno, una queja que no se deja pasar, una mano tendida donde otros cierran el puño.

El silencio puede parecer cómodo, prudente e inteligente en muchos casos. Pero cuando se instala, se convierte en complicidad. Y tarde o temprano, nos alcanza. Como decía Leonardo Boff: “No hay mayor silencio que el de quienes, con su indiferencia, alimentan la injusticia”.