En un rincón del salón de la casa de sus abuelos, donde la luz entraba tibia por la ventana y todo olía a tiempo detenido, Lucas descubrió algo inesperado: un viejo baúl de madera. No tenía luces, ni botones, ni sonidos electrónicos. Solo una cerradura oxidada y un dibujo de colores gastados.
¿Qué hay dentro?, se preguntó curioso.
Tesoros, respondió su abuelo, guiñando un ojo. Juguetes de los de antes.
Al levantar la tapa, Lucas encontró bloques de madera, peonzas, muñecos de trapo, un dominó, una cuerda para saltar y una caja con un ajedrez de piezas algo desgastadas. Dudó por un momento. Él estaba acostumbrado a su consola, a los juegos digitales llenos de misiones, desafíos y recompensas inmediatas. Pero allí no había wifi. Su consola se quedó sin batería el segundo día, y su madre, cómplice de la estrategia, "olvidó" el cargador en casa.
Así comenzó una aventura que, sin que él lo supiera, iba a transformarlo. Cada día, Lucas se sumergía en nuevos mundos. Construía castillos con bloques, armaba historias con los muñecos, jugaba al escondite con su prima, y descubría con asombro la lógica del ajedrez. Reía, se movía, imaginaba. Dormía mejor. Comía con más apetito. Incluso su humor había cambiado. Y sin darse cuenta, estaba aprendiendo.
El juego, especialmente el tradicional y didáctico, no es solo entretenimiento: es una forma de aprendizaje esencial en la infancia. El juego activa todos los sentidos, promueve el desarrollo motor, estimula la creatividad y fortalece el desarrollo emocional y cognitivo.
No es casualidad que las neurociencias hayan demostrado que el juego libre y simbólico contribuye a la formación de conexiones neuronales más estables y duraderas, especialmente en los primeros cinco años de vida.
Según la American Academy of Pediatrics (AAP):
-
El juego mejora la memoria, la autorregulación emocional, el lenguaje y las habilidades de resolución de problemas.
-
Estimula el desarrollo del córtex prefrontal, área fundamental para la planificación, la toma de decisiones y el control de impulsos.
Además, el juego físico combate directamente el gran enemigo de la infancia moderna: el sedentarismo. La Organización Mundial de la Salud (OMS) alerta que más del 80% de los niños y adolescentes del mundo no realizan suficiente actividad física diaria, lo que incrementa el riesgo de obesidad, diabetes tipo 2, ansiedad y trastornos del sueño.
En España, datos del estudio ALADINO 2022 reflejan que:
-
El 40,6% de los niños entre 6 y 9 años presenta exceso de peso (sobrepeso u obesidad).
-
El tiempo medio frente a pantallas entre semana supera las 2 horas diarias en niños de primaria, duplicando lo recomendado por la OMS.
Frente a esto, el juego tradicional ofrece una alternativa natural, activa y saludable. Saltar la cuerda, construir con bloques, correr, bailar, lanzar, esconderse, imaginar: el cuerpo entero participa, y el desarrollo es integral.
Los juegos didácticos —aquellos diseñados para enseñar mientras se juega— se han consolidado como herramientas valiosas en la educación y el hogar. Desarrollan la motricidad fina, la lógica, la autonomía, y refuerzan aprendizajes de forma vivencial.
Los materiales inspirados en el método Montessori, por ejemplo, están diseñados para estimular el desarrollo sensorial, fomentar la independencia y despertar la curiosidad natural del niño. Y no solo eso.
El juego compartido, como los juegos de mesa, tiene también una dimensión afectiva. Fomenta vínculos familiares, enseña a seguir reglas, turnarse, negociar y tolerar la frustración. De hecho, el resurgir de estos juegos es notable; según Jonathan Kaplinsky, de la compañía Hasbro:
“En un mundo en el que cada vez tenemos más opciones tecnológicas para los consumidores, lo interesante es ver cómo el mercado de los juegos de mesa va en aumento y actualmente es la categoría más importante de nuestra marca a nivel mundial, con un 25% de las ventas totales”.
Claro que los videojuegos también tienen su lugar. Algunos mejoran la coordinación ojo-mano, el razonamiento lógico o incluso el aprendizaje de idiomas. No se trata de prohibirlos o desterrarlos, sino de equilibrar su uso, establecer límites y ofrecer alternativas ricas y estimulantes.
Lucas lo entendió sin necesidad de explicaciones teóricas. Los bloques de madera le enseñaron equilibrio y paciencia. La cuerda le fortaleció las piernas. Las muñecas de su prima le enseñaron a narrar, a cuidar y a empatizar. El ajedrez lo retaba cada tarde con su abuelo, que nunca se dejaba ganar fácilmente.
Cuando el verano terminó, Lucas metió en su mochila una peonza y un muñeco de trapo. No necesitaban batería ni instrucciones. Solo imaginación. Y supo, aunque no pudiera explicarlo con palabras, que jugar no era perder el tiempo. Era descubrirse. Era crecer. Era vivir.
Porque jugar es cosa muy seria.