Hay tantos mundos que suceden a la vez que parece que habitemos una película de Marvel. Hay mundos que nacen y, tras segundos de permanencia, desaparecen ante nuestros ojos abarrotados por el recuerdo de otros mundos. Algunos se desvanecen antes, incluso, de ser proclamados.

Dinastías convertidas en vertederos por obra y gracia del canon tecnológico. Cada mundo exige una narrativa donde la emoción marque el sentido de su gobernanza, un relato carente de leyes y mandamientos.

Esta lógica contemporánea hace creer a cada persona que puede ser el único ciudadano de su mundo posible; que puede, y debe, ser gobernante, juez y parte. Es la principal enfermedad de nuestro tiempo: esa necesidad que solicita un relato en el que cada ser humano pueda encontrar acomodo.

Esta supremacía de la emoción se apoya en dos arquitecturas altamente peligrosas y punzantes para lo humano: la lógica del agrado y la lógica de la victimización. Ambas surgen del imperativo del algoritmo y de la invertebración de los nuevos individuos que son consecuencia del habitar el mundo pantalla.

El agrado constante nos lleva a una sociedad infantilizada, en la que la voracidad del instante ahora impide toda responsabilidad, propia y ajena. Una sociedad habitada por palabras que ya no tienen sentido porque son inútiles, pues no tienen realidad alguna que nombrar, lo que se traduce en un avance desolador de Reels, historias, feeds y estados de WhatsApp como herramientas de comunicación de pensamientos emoción.

Sobre la victimización nos lleva a colocar en el centro del mundo a personas que recurren, una y otra vez, a ser víctimas de algo porque todos y todas tenemos que recibir algún tipo de daño o perjuicio en este tiempo para tener sentido dentro de estas narrativas de los estados nerviosos - parémonos a reflexionar sobre los actuales dirigentes de países como EEUU y Argentina-.

Este contexto no surge del vacío, lleva décadas gestándose con el empleo de la imagen como principal catalizador del canon tecnológico, un contexto que ha buscado generar una sociedad excedentaria en vínculos, contenidos, emociones y algoritmos. Desde la irrupción de las redes sociales como medio y fin, el mirar crítico se hace cada vez más difícil, tedioso, pues solicita atención, reflexión y exigencia en el propio mirar. Nuestros ojos se convierten, entonces, en contenedores de imágenes, datos y fragmentos de las vidas de otros.

A finales del mes de junio, se hizo pública la querella con la que los moderadores de contenido de Meta reclamaban una indemnización que asciende a 150.000 euros por trabajador al encontrarse bajo unas condiciones de trabajo en las que tienen que censurar las imágenes más inhumanas que se comparten en las filiales de Meta. Les voy a ahorrar la descripción de las mismas por aquello de las palabras que nombran realidades.

Quiero, o anhelo, que paremos nuestro mirar en esta situación tan kafkiana. Nosotros, usuarios de Meta, libres de responsabilidad alguna, apuntalamos el suelo omniviolento. Nosotros, que buscamos generar una red de agrado, a partir de contenidos afines con otros afines, llevamos a otros trabajadores, durante horas, a observar imágenes para las que nadie está preparado.

¿Por qué Meta no utiliza la IA para desarrollar una labor como esta? ¿Acaso el conjunto de tecnologías de esta corporación no es tan sofisticada como para generar una IA capaz de filtrar estos contenidos repugnantes? Claro que sí. Una vez más, el canon tecnológico demostrando que el problema somos nosotros. Los humanos. Les sobramos en este mundo enloquecido por el poder y el dinero. Será cuestión de tiempo, y no mucho, en el que nos impongan una gobernanza bajo los códigos de la máquina. Esa nueva religión que lleva décadas anunciándose.