Eso ya lo sabe Vicente, y tú no, y te callas. Eso también. Y también aquello, y te lo va a contar con todas las referencias pedantes e innecesarias que pueda meter en su monólogo. Da igual si el tema es el nuevo Papa, las reglas de la petanca o los coches híbridos. Él sabe más, mejor y antes que tú, y el doble.
La empatía no va con él. No busca diálogo, sino instruirte y sentar cátedra mientras riega su ego. Habla porque le gusta escucharse y, si intentas cortarle, grita más.
No hay conversación que no interrumpa con un «yo», un «a mí» o cualquier otra frase en primera persona, aliñada con referencias para darse estatus. Tiene que dejar claro que es Dios y tú, un ignorante. Y si sospecha que no lo has pillado, te lo dice sin cortarse un pelo.
Vicente es un cóctel de ego herido, pedantería, verborrea incontrolada, ausencia de empatía y el timing perfecto para arruinar cualquier charla. Vamos, que Vicente, además de pesado, cansino y pedante es, por resumir, gilipollas.
Probablemente todos tenemos un Vicentito (o más) en nuestra vida. Uno que siempre quiere comunicarnos algo. Y ojalá fuese eso. La RAE define comunicar como “hacer a una persona partícipe de lo que se tiene.” El problema llega cuando el Vicente de turno no te hace partícipe, sino rehén. Lo vas a escuchar o leer sí o sí. Para ellos debe ser un momento de gloria, pero para el resto es un coñazo que puede contener trazas de vergüenza ajena y falta de respeto.
Recuerdo que de pequeño, cuando un compañero hablaba y el resto charlaba o desatendía, el profe decía: «Un respeto para quien habla». Bien. Yo añadiría: «Un respeto para quien escucha». Estos hijos del ego herido y la pedantería no lo tienen. Ni por los demás ni por nada que no sean ellos mismos.
No me gustaría que se me malinterprete: hablar de uno mismo no es malo. Puede ser necesario, terapéutico y hasta bonito. El problema es cuando solo se habla de uno mismo. Cuando a todo responden con un «yo también», seguido de una anécdota irrelevante que solo sirve para decir “soy lo más”. Algo así como: «A mí también me pasó, me acordé en una cena en Lyon con empresarios top».
Ajá. Querías contar que estabas con gente guay en un sitio guay. Aquí tienes tu medalla.
La chapa no se queda en lo oral. También están los intensitos del texto. Los que escriben manifiestos, párrafos eternos que terminan con un “perdón por extenderme” (aunque todos sabemos que lo han disfrutado). Personas que, como diría Italo Calvino, confunden claridad con exhaustividad, escribiendo como si la verdad estuviera oculta tras una subordinada más (referencia para los Vicentes que sigan leyendo. Besis de fresi).
El problema de todo esto es que el ego verbal no necesita audiencia, basta un grupo de gente o un WhatsApp y un teclado. Estos personajillos se autorregalan el derecho a intervenir, a veces hasta se dan las gracias e incluso mandan fotos de sí mismos para opinar o saludar, aunque el grupo hable de otra cosa. A tope.
No buscan convencer ni escuchar, solo escucharse, sentirse presentes y relevantes. Porque, bajo tanta grandilocuencia, hay una ansiedad pequeñita que grita: «hazme casito». Se creen interesantes por tener mucho que decir, sin notar (o sin importarles) que cuanto más hablan de sí mismos, menos dicen.
Todo esto tiene nombre: falta de conciencia comunicativa. No viene en el DSM V, pero es como un trastorno. Chiquitito. O por lo menos una cosita muy molesta, sobre todo para los demás. Es una falta de saber medir el momento, de no ajustar el tono, no detectar señales básicas como el aburrimiento ajeno o las ganas colectivas de pasar a otro tema. O directamente que el resto del mundo les da igual a los dos: al que habla y a su ego.
Por eso cada vez valoro más a la gente que calla a tiempo. Que pregunta de verdad, con interés real. Que sabe decir «no lo sé» sin caérsele el ego al suelo. Gente que no necesita demostrar todo el rato lo que piensa, lo que sabe, porque confía en lo que es. Y porque ha entendido algo que a muchos aún se les escapa: que hablar mucho no te hace más sabio, igual que gritar no te hace tener razón.
No sé si esto tiene solución. Quizá sí. Quizá pase por dejar de premiar al que más habla y hacerlo con el que mejor lo hace. Y por mejor me refiero a hacerlo de forma más empática y comunicando mejor, no que sea el Demóstenes del siglo XXI. Quizás pase por recordar que las conversaciones no son concursos. Que no hace falta brillar en todas. Que hay belleza en saber callarse a tiempo, y también en saber cuándo no hace falta opinar.
Si has llegado hasta aquí, gracias por leerlo y, si sufres de algún Vicente, te acompaño en el sentimiento.