No es necesario ser un lector empedernido para ser un amante de los libros. Quizás por eso pocas fechas conciten tanto entusiasmo como la celebración, cada 23 de abril, del Día del Libro. Se trata de una fecha que permite hablar de y sobre los libros: se hacen balances, se discuten las más modernas tendencias, y se organizan las maravillosas Ferias del Libro, que buscan acercarse a este día señalado, festivo y alegre.

De entrada, es importante recordar un hecho que a muchos les pasa desapercibido: la UNESCO decidió celebrar el Día del Libro el 23 de abril no sólo por ser la fecha de la muerte de Miguel de Cervantes y de William Shakespeare, los dos titanes de la literatura moderna: también falleció el 23 de abril de 1616 el Inca Garcilaso, uno de los grandes cronistas de lo que ahora es el Perú, hijo ilegítimo de español y de una noble indígena.

En esta figura olvidada concurren dos circunstancias que parecen disgustar a quienes defienden una idea trasnochada de Hispanidad, una visión de conquista, de piel blanca e ideología excluyente: fue ilegítimo y mestizo, y además supo conjugar con sus dotes intelectuales lo mejor de ambas orillas del Atlántico. El Inca Garcilaso falleció en Córdoba, la ciudad desde la que escribo este artículo, lo que añade un punto de oportunidad al recordatorio y a la reivindicación de su obra y legado.

El debate en torno a los libros y la lectura es un debate a veces recurrente, casi circular. Se pregona la crisis del libro, en los centros educativos -desde primaria a la universidad- se alerta sobre el excesivo uso de los móviles y la caída estrepitosa de la capacidad de concentración y de la comprensión lectora, pero cada año las cifras son mejores. En 2024 se vendieron en España 77 millones de ejemplares físicos de libros, con una facturación superior a los 1.200 millones de euros, con las librerías tradicionales como protagonistas destacadas de este precioso tráfico mercantil.

Se sabe también que se lee más en unas Comunidades -Madrid, Cataluña, País Vasco, Navarra o Galicia- que en otras -aquí hay que decir que Andalucía mejora cada año-, y también que las mujeres son mucho más propensas a la lectura: el 71% son lectoras habituales, frente al 59% de los hombres. Y, como dato esperanzador, el fuerte empuje de los más jóvenes, a los que las sagas y propuestas de éxito parecen estar llevando en volandas a sus librerías más cercanas.

Quizás la mayor amenaza para las librerías en este momento, más que la posible falta de clientes, o la concentración lectora en grandes ciudades, sea el turismo, la presión por convertir cualquier local en un negocio hostelero. La presión puede llegar a ser insoportable, y todos los años llegan tristes noticias del cierre de alguna librería emblemática, en Madrid, en Barcelona, también en Zaragoza.

De alguna manera, responsables públicos y ciudadanos de a pie tenemos en nuestras manos la protección de unos negocios que van más allá del día a día para transformar nuestras ciudades en algo mejor, y para hacer de nuestras vidas un punto de encuentro con otros, que para eso sirve la lectura, para vivir las vidas que no hemos vivido, para entender mejor el mundo, para facilitar la empatía hacia el otro, poniéndonos en el lugar de quienes llegan a nuestras vidas a través de las páginas que se han escrito para que los demás podamos leerlas.

Si hablamos de libros, de lecturas y de lectores, es imprescindible mencionar el papel decisivo de la red de bibliotecas públicas. Cada año, millones de personas se acercan a estos “palacios del pueblo” -sagaz definición del sociólogo estadounidense Eric Klinenberg- para poder leer las últimas novedades, o libros de fondo, novelas históricas, poesía, ensayo, libros de cocina.

Las bibliotecas y los fondos que ponen a disposición del público se han convertido en otro campo de batalla de la cruzada reaccionaria y autoritaria que recorre los Estados Unidos y que cuenta en España con destacados seguidores, dispuestos a decidir lo que la sociedad debe leer, y a prohibir en nombre de la libertad.

Esta escandalosa contradicción pone de manifiesto no sólo la falta de respeto de estos ideólogos de la división y el enfrentamiento para con los valores que ellos mismos dicen defender y representar: también su gigantesca e infinita incultura, ya que si hubiesen leído algo más complejo que la carta de un restaurante deberían estar al tanto que el afán de leer y de aprender se cuela por cualquier grieta, por cualquier rendija, y que de la misma manera que los talibanes afganos nunca podrán vencer el ansia de aprendizaje de las mujeres a las que desean anular, tampoco ellos podrán aplastar nunca -ni con su ira desatada ni con sus modales importados de promotor inmobiliario de baja estofa- ese deseo inherente al ser humano de explorar, de conocer, de abrir ventanas a esas otras realidades que nos ofrecen los libros.

Llega el Día del Libro y llegan las ferias del libro, las listas de recomendaciones, las estadísticas, los artículos sobre los clubes de lectura, las noticias esperanzadoras. Es también un buen momento para recordar que esta fiesta del saber y de la libertad fue impulsada en España por un malagueño, Rafael Giménez Siles, editor, entusiasta, renovador de la industria editorial española durante la criticada Segunda República.

A él debemos la invención de los camiones-stand, que distribuyeron libros por toda la geografía española, llevando la cultura y la lectura a los pueblos olvidados, como hicieron las Misiones Pedagógicas, y también la primera Feria del Libro de Madrid, celebrada en abril de 1933, precedente y modelo a seguir por las ferias que hoy conocemos y que ya en estos días comienzan su andadura. Exiliado en México, donde falleció en 1991, su ejemplo nunca debe caer en el olvido. Porque en estos tiempos agrios de persecuciones y llamamientos al odio, los libros siguen siendo esos eslabones invisibles capaces de aportar lucidez en tiempos oscuros, empatía para enfrentar el ruido y la furia. ¡Viva el Día del Libro!