Es habitual en mis clases de derecho digital en EIG-ESIC que en el tema introductorio en el que hablamos sobre las características del derecho digital y los retos a los que se enfrenta en la actualidad explique a los alumnos que la tecnología evoluciona a una velocidad muy superior a la del derecho.

A modo de ejemplo, si se me permite la licencia, desde que redacté el artículo anterior en El Español de Málaga sobre el lanzamiento de la inteligencia artificial china (Deepseek) basada en código abierto y extraordinario rendimiento a un coste menor que el resto de sus semejantes, Sam Altman, CEO de Open Ai ha anunciado ya en la red social X la nueva generación de modelos de inteligencia artificial, GPT 4.5 y 5 destinado a simplificar los modelos actuales para hacer su uso más intuitivo y combinar herramientas, todo ello con la vista puesta en la AGI (Inteligencia Artificial General). Elon Musk anunciaba además que saldría Grok 3, la más inteligente IA de la tierra según él.

Lo cierto es que esta velocidad de vértigo que lleva el desarrollo de la tecnología junto con el nuevo orden mundial provocado por la llegada al poder de Trump está provocando un terremoto que no sólo afecta a la tecnología sino también al orden jurídico europeo que la pretende regular.

El pasado 10 de febrero el equipo de Trump conminó a la Unión Europea a no aplicar el Reglamento de Inteligencia Artificial a las empresas norteamericanas porque entienden que limita sus desarrollos tecnológicos en favor de la protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos europeos.

Un día más tarde, la Comisión Europea anunciaba por sorpresa y contra la línea regulatoria europea de los últimos años, que retira la Directiva sobre responsabilidad de la Inteligencia Artificial, norma cuyo recorrido parlamentario se inició en 2022, complementaria del Reglamento Europeo de Inteligencia Artificial de 2024 y que estaba destinada a regular la responsabilidad por daños de empresas y usuarios en el uso de dicha tecnología facilitando el proceso de reclamación por parte de los ciudadanos a las empresas y aportando certidumbre ante las lagunas jurídicas existentes.

Dicha decisión, si bien no hay pruebas materiales de que sea consecuencia de la presión del gobierno norteamericano en favor de sus grandes corporaciones tecnológicas que se ven beneficiadas por la medida, fue presentada oficialmente como parte de la labor de simplificación normativa que está tratando de implantar la Unión Europea.

Sin embargo, la realidad es que tras su retirada, será más difícil exigir la responsabilidad de las empresas de inteligencia artificial y además será diferente esa exigencia de responsabilidad en los estados miembros de la Unión Europea, que tendrán que regular (o no) por su cuenta dicha responsabilidad de forma autónoma provocando una mayor fragmentación dentro del mercado común de la Unión Europea y generando inseguridad a los ciudadanos en el uso de la inteligencia artificial.

Pero es que al margen de la retirada de dicha norma y lo que ello implica en cuanto al desamparo de los ciudadanos europeos en el ejercicio de sus derechos, también la Comisión Europea ha aprobado las directrices para definir qué es un sistema de inteligencia artificial según la definición dada por el Reglamento Europeo de Inteligencia Artificial que entró en vigor el pasado 2 de agosto de 2024 y que por cierto, ha activado el pasado 2 de febrero la prohibición de determinados sistemas de inteligencia artificial que no pueden utilizarse en la Unión Europea.

A nadie se le escapa lo extraño que es que a los 6 meses de publicar una norma que ha tardado 4 años en tramitarse, necesite unas directrices a los 6 meses de su publicación que traten de aclarar qué es un sistema de inteligencia artificial, porque da la sensación de que la definición incluida en el Reglamento de Inteligencia Artificial quizá no ha sido suficientemente explicativa.

Y la importancia de saber qué es un sistema de inteligencia artificial no es banal porque básicamente permite identificar si la tecnología de que se trate queda bajo el paraguas de derechos y obligaciones del mencionado Reglamento o no. Y la dicotomía no es baladí tampoco por cuanto que de entrar en el ámbito de aplicación del Reglamento mencionado cualquier posible incumplimiento podría derivar en sanciones de hasta el 7% del volumen de negocio global de la empresa o hasta 35 millones de euros.

Pues bien, lo que vienen a decir las directrices mencionadas en línea con lo previsto en el Reglamento es que un sistema de inteligencia artificial debe reunir siete elementos:

  • Basado en máquinas

  • Diseñado para operar con distintos niveles de autonomía

  • Exhibir adaptabilidad después de su puesta en marcha

  • Tener objetivos explícitos o implícitos

  • Inferir, de la información que recibe, cómo generar información de salida

  • Esa información de salida consistir en predicciones, contenidos, recomendaciones o decisiones

  • Capaz de influir el entorno físico o virtual.

Lo cierto es que en sus conclusiones el documento manifiesta que el análisis de si una tecnología es o no un sistema de inteligencia artificial a los ojos del Reglamento de Inteligencia Artificial no puede ser un proceso automático, máxime a la vista de cómo evoluciona la tecnología, sino que cada sistema debe ser analizado individualmente en atención a esos 7 elementos, que pueden darse parcialmente o en su totalidad, en mayor o menor intensidad.

Interpretación a mi juicio que no contribuye a aportar mayor claridad sino que ahonda en la subjetividad e incertidumbre de usuarios y empresarios que tendrán dificultades en identificar si un sistema determinado queda o no sujeto al Reglamento de Inteligencia Artificial.

Si todo esto y más ha ocurrido en unas semanas, miedo me da pensar lo que habrá pasado cuando prepare mi siguiente artículo.