El juez levantó la vista del expediente y suspiró. La decisión que estaba a punto de tomar sería determinante no solo para el caso que tenía ante sus ojos, sino para la propia credibilidad del sistema judicial. En otra sala, un legislador debatía una nueva ley a sabiendas de que podía alterar los equilibrios de poder, mientras, en un despacho gubernamental, se trazaban estrategias para sortear controles y consolidar influencias. Tres esferas distintas del poder, entrelazadas en una tensión permanente, donde la línea entre la independencia y la interferencia era cada vez más delgada, difusa y peligrosa.
Desde Montesquieu hasta nuestros días, la teoría de la separación de poderes ha sido uno de los pilares fundamentales de la democracia. Su esencia radica en evitar la acumulación de poder en una sola instancia, garantizando el equilibrio entre las instituciones y protegiendo los derechos y libertades de los ciudadanos. Sin embargo, cuando esta separación se diluye, la democracia se debilita y el sistema corre el riesgo de convertirse en una estructura de poder autoritario con escasos contrapesos.
Los tres poderes del Estado y su necesaria interdependencia
En el caso de España, la división de poderes se fundamenta, en teoría, en tres grandes esferas de acción:
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El poder legislativo, ejercido por las Cortes Generales. Tiene la función de redactar, debatir y aprobar las leyes. Su composición se establece a través de elecciones democráticas y su independencia debería ser clave para garantizar un sistema de frenos y contrapesos efectivo.
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El poder ejecutivo, encabezado por el Gobierno, se encarga de la administración del Estado y de ejecutar las leyes aprobadas por el legislativo. Su legítima influencia sobre el poder legislativo es innegable, pero cuando esta influencia se convierte en control absoluto, el equilibrio se rompe. Esto puede ocurrir cuando un solo partido controla ambos poderes al contar con mayoría absoluta, entonces, el Parlamento pierde su función de contrapeso y control, ya que sus propios miembros, en su mayoría, responderán al liderazgo del Gobierno. En la práctica, esto puede convertir al legislativo en una mera extensión del ejecutivo, aprobando sus iniciativas sin un verdadero debate o fiscalización, por lo que uno de los tres poderes desaparece y deja de ser un contrapeso y un garante democrático.
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El poder judicial, representado por jueces y tribunales, tiene la misión de interpretar y aplicar las leyes con independencia. Se supone que actúa como garante de los derechos fundamentales y como contrapeso ante posibles abusos del ejecutivo y el legislativo, pero, si las principales instancias del poder judicial son designadas por un ejecutivo con demasiado poder, que ya controla al legislativo, el peligro fundamental es la pérdida de su independencia, pudiendo convertirse en un poder subordinado al Gobierno. Esto comprometería la imparcialidad de la justicia y debilitaría los contrapesos que deben garantizar el Estado de Derecho y, por tanto, pone en gran peligro a la propia democracia.
En teoría, cada uno de estos poderes debe operar con autonomía suficiente para supervisar a los otros dos y evitar el abuso de autoridad. Sin embargo, la realidad política muestra que esta independencia se podría encontrar, en muchas ocasiones, comprometida.
Cuando la separación de poderes se difumina
Uno de los problemas recurrentes en muchas democracias es la falta de autonomía real entre estos poderes. Aún más preocupante es la situación del poder judicial, cuyo grado de independencia es crucial para el funcionamiento del Estado de derecho. En España, el riesgo de politización de los órganos judiciales, como el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional, es un tema de recurrente controversia. La selección de sus miembros por parte de los partidos políticos genera dudas sobre su imparcialidad y erosiona la confianza ciudadana en la justicia.
La independencia y neutralidad del poder judicial debe ser, no solo en su funcionamiento real, sino también en su apariencia ante la ciudadanía. Cuando jueces o magistrados han ocupado anteriormente cargos en el poder ejecutivo, existe el riesgo de que sus decisiones estén condicionadas por su lealtad pasada o por intereses políticos previos, lo que puede generar una falta de confianza pública, ya que la ciudadanía puede percibir que actúan con sesgo o en favor del partido que los impulsó. Además, cuando eso ocurre, se desdibujan los límites entre poderes, debilitando la separación de funciones y facilitando la concentración de poder.
El problema no es nuevo ni exclusivo de España. En Estados Unidos, el nombramiento de jueces del Tribunal Supremo por parte del presidente y su confirmación en el Senado han generado intensos debates sobre la independencia judicial. En Polonia y Hungría, las reformas en la estructura del poder judicial han sido duramente criticadas por la Unión Europea, al considerar que socavan la independencia de los jueces.
El poder judicial debe ser un árbitro imparcial, no un instrumento del poder ejecutivo o legislativo. Para ello, es esencial reformar el Poder Judicial para dotarle de independencia total de la política.
El órgano de selección de jueces y magistrados debería estar compuesto, solo, por jueces de carrera y expertos jurídicos, no por políticos, prohibiendo que el Poder Ejecutivo o Legislativo tenga competencia en la elección de los miembros de tribunales clave, como el Constitucional o el Consejo General de Poder Judicial. Además, habría que dotar de autonomía presupuestaria al Poder Judicial, evitando que su financiación dependa de decisiones políticas, así como sancionar cualquier injerencia política en los procesos judiciales.
Hacia una democracia con frenos y contrapesos reales
Otras instituciones como Defensor del Pueblo o el Tribunal de Cuentas deberían ser dirigidos por expertos no afiliados ni con vínculos políticos y elegidos por la ciudadanía como contrapesos del poder.
Hay quien asegura que "una democracia sin controles es una democracia condenada a su degeneración". Si queremos construir una sociedad libre y justa, debemos garantizar que la separación de poderes no sea solo una teoría en los libros de derecho, sino una práctica real en la vida política.
Para que la separación de poderes no sea una mera formalidad, es necesario que cada institución tenga herramientas para controlar a las demás sin influencia del poder político. Un poder judicial realmente independiente, un parlamento autónomo, un ejecutivo limitado y una prensa libre son las claves de una democracia fuerte y avanzada.
La historia ha demostrado que cuando el poder no tiene control, la democracia degenera en autoritarismo. Por eso, como ciudadanos, debemos exigir reformas que blinden las instituciones y eviten que el equilibrio democrático dependa únicamente de la buena voluntad de los gobernantes. Una democracia moderna y avanzada no se puede sostener solo con instituciones, sino con ciudadanos que entienden que la libertad no es un derecho garantizado, sino una responsabilidad constante que hay que mantener y consolidar.