Pues sí, me he puesto a mí misma un límite de tiempo en el uso de Instagram. Sí, a mi edad, lo he hecho, lo reconozco. No es que esté enganchada, pero hace ya varios meses tomé la determinación de ser consciente del tiempo que me roba.
Sin darte cuenta, entras a ver qué hacen tus amigos, ves un reel de cómo hacerte ondas surferas y, de repente, ha pasado una hora y media y estás mirando a un perrito, creado mediante IA, vistiendo un abrigo de pata de gallo y desfilando por una pasarela en Milán.
¿Pero qué invento del demonio es este? ¿Y cuántas recetas de cocina he guardado que nunca voy a hacer? ¿Por qué? Así estoy yo, y más de la mitad del planeta. Las redes sociales llegaron hace años para quedarse, para conectarnos, cambiar la forma de relacionarnos, encontrar viejos amigos y, hoy en día, para comunicar, para vender, para t-o-d-o.
No me parece mal: el mundo avanza y nosotros con él, pero a mí me ha surgido la necesidad de bajar mi consumo; bueno, a mí y a más gente, por lo que he leído recientemente.
Primero fue el FOMO (del inglés fear of missing out, miedo a perderse algo), y... de los directores de FOMO, llega el JOMO (joy of missing out, la alegría de perderse las cosas). Siglas para todo, otro buen tema a tratar. No estoy dentro del movimiento, para que me entiendan; de momento no soy jomista, pero no me extraña que haya llegado para quedarse.
El uso excesivo de redes puede traer ansiedad, depresión, trastornos de sueño, falta de concentración... Por suerte, en mi caso solo es pérdida de tiempo pura y dura, y mis ojos pidiendo a gritos un buen colirio; no va más allá. Pero ese tiempo que a mí me roba Instagram de forma diabólica se lo quito a mi lectura, a cocinar, a charlar en casa. Meta y los suyos nos tienen bien cogidos: Facebook, Instagram, Threads, WhatsApp y, lo que no es Meta: TikTok, YouTube LinkedIn y X. Un despropósito.
Cuarenta y cinco minutos es el tiempo que tengo marcado, y casi nunca suele saltarme el aviso que indica que he llegado a mi límite, así que voy bastante bien con mi propósito. Pero, por Dios, si hace solo un par de años muchos domingos jugábamos al ajedrez en casa y ahora no sé ni dónde está el tablero.
No vengo a dar lecciones: me gustan las redes sociales y las voy a seguir usando. Y, por supuesto, pueden seguir viendo coreografías, vídeos de caídas imposibles, perritos monos y recetas de té matcha, pero, amigos, dense cuenta de que la vida pasa ahí fuera: una horita de redes al día y a otra cosa mariposa. De momento, yo voy a empezar un puzzle de mil quinientas piezas que me han regalado.