Aquel larguísimo pasillo estaba flanqueado en ambos costados por puertas verdes que alternaban con ventanillas de estilo decimonónico, de cristales opacos y coronadas por un número en romano. La gran mayoría estaban cerradas a cal y canto, y en las pocas que permanecían abiertas, a duras penas podía entreverse quien estaba dentro. Era la única vía para acceder a la información de aquella administración.

Nada más entrar un señor se me acerca para preguntarme cuál es la ventanilla quince, que es a donde le han indicado que se dirija para resolver una cuestión de su jubilación. Le acerco hasta la XV y como la ventanilla está cerrada golpea con sigilo. Tras repetir tres veces, con un chirrido se entreabre el portillo, y sin que se logre ver quién hay detrás se oye una malhumorada voz que pregunta qué es lo que deseaba mi acompañante. Este le responde que quiere solucionar un error en su cuota de jubilación. Apenas pudo responder cuando la voz anónima le espetó que allí no resolvían cuestiones ideológicas, y con un sonoro portazo acabó el problema.

Unas cuantas ventanillas más adelante, en la LXXIII, una señora intenta explicar que quiere solicitar que le adelanten la intervención quirúrgica que le han dado para dentro de diez años. En esta ocasión es una voz femenina la que le recrimina que no vaya allí con problemas creados por ideologías insanas.

Sigo caminando por el pasillo, y allá por la CCX veo a un alcalde que está reclamando que saquen ya a licitación el contrato de la piscina municipal, que la prometió hace una década y el pueblo con tanto calor se le va a echar encima. Se puede oír como desde el interior alguien le cuenta a un tercero que ya tiene en el mostrador a otro contaminado por alguna ideología aberrante.

Y así, por aquel pasillo sin fin, alcanzo números superiores a mil. En las escasas ventanillas abiertas compruebo que la respuesta ante cualquier reclamación, demanda, rectificación, incluso alguno que pretendía hacer una donación, siempre es que no se admiten asuntos ideológicos.

Alguien me explicó en una ocasión que la diferencia entre un súbdito y un ciudadano se basaba en que al primero no se le admite tener ideas propias, ya sean individuales o colectivas, políticas o religiosas. Es decir al súbdito se le condena por derecho imperativo a no tener ideología, mientras que la carta de ciudadanía sí permite esa forma de pensamiento. Ya desde Grecia eran considerados como ‘idiotas’ a todas aquellas personas que renunciaban a tener ideología, es decir como se le adscribe al evangelista Lucas, persona ignorante, simple oyente, tosco e indocto. Algunos quieren que todos pasemos por ese pasillo donde renunciemos a cualquier ideología, es decir que seamos todos unos idiotas.