Las pasadas elecciones han puesto de manifiesto la polarización que vive nuestra sociedad, con un preocupante aumento de la partitocracia, donde se anteponen los intereses del partido sobre el interés general, lo que impide afrontar aquellas reformas estructurales que el país necesita. La intolerancia hacia aquellos que piensan diferente, el abuso verbal y el ataque personal se han vuelto comunes en los discursos. Esto no solo dificulta el progreso y la armonía social, sino que también afecta a nuestras relaciones personales y profesionales.

La mayor polarización social, que nadie reivindica, pero muchos ejercen dentro de las democracias, parte de la imposibilidad de ponerse de acuerdo en aquellos asuntos fundamentales, exaltando las diferencias. Cierto es que no somos una excepción, como pasa en Gran Bretaña tras el Brexit, Italia con una gran división entre izquierda-derecha, en EEUU tras la irrupción de Donald Trump, en Brasil con la reciente campaña entre Bolsonaro y Lula da Silva, etc... Vemos cómo se extiende impulsada por aquellos que buscan un rédito, sea electoral o más estructural, como pueden ser cambios en los actuales valores o en el sistema político.

Un estudio de ESADE sobre este tema afirmaba que “los españoles estamos mucho más polarizados respecto de cuestiones identitarias (ideológicas o territoriales), que respecto de políticas públicas concretas. Es decir, la polarización ideológica y territorial es mayor que la polarización en torno a los impuestos y la inmigración, y mucho mayor que la polarización en torno a los servicios públicos”. Seguramente esos datos hayan variado un poco el último año, pero nos ayudan a entender los temas que más nos dividen.

Por tanto, la polarización es un problema que afecta a muchos ámbitos de la sociedad, incluyendo la política, la religión, la cultura y la moral. La gente se agrupa alrededor de ideas y creencias compartidas y se vuelve cada vez más intolerante con aquellos que piensan de manera diferente. Es el llamado sesgo de confirmación, que nos lleva a buscar todo aquello que valide nuestras creencias.

Todo esto se amplía en las redes sociales, cuyos algoritmos están diseñados para llevarnos a la información que está en nuestro historial de navegación. Esto se traduce en una tendencia a la ofensa y al ataque a aquellos que no están de acuerdo con nosotros. Escribió Juan Ramón Rallo, con buen criterio en mi opinión, que “toleramos cuando respetamos el disenso, no cuando nos recreamos en el consenso”. Obviamente, esta polarización, también tiene su parte positiva cuando sirve para promover un debate constructivo que permita avanzar en la conquista de derechos y valores.

Según varios informes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), en España se está creando una gran brecha formativa, que se suele trasladar a la salarial, lo que genera unas dinámicas de polarización que conducen a una sociedad dual que avanza a dos velocidades. El ascensor social ha dejado de funcionar en nuestro país, que se ha convertido en uno de los menos redistributivos de Europa. Las dinámicas de desigualdad, pobreza y exclusión social trascienden de lo puramente económico y dividen a la sociedad, generando sentimientos de frustración y facilitando los conflictos sociales, que tanto nos perjudican a todos. Un país que no se enfoque en apoyar a los más desfavorecidos y en reducir la desigualdad, será un país condenado a la polarización.