Todo en la Semana Santa parece idílicamente previsto. En cuanto concluye, un reloj inicia la cuenta atrás para la siguiente, como si del lanzamiento de una misión al espacio se tratara, los días del año nunca se suman, se van restando en una enfermiza carrera de cangrejos, pétalos arrancados a una margarita obligada bajo presiones a responder "no llueve". Cuarenta, siete, tres… y junto a las medidas convencionales otras magnitudes cíclicas y estacionales definen sólidamente la celebración a pesar de los tiempos líquidos en que vivimos, según descripción del filósofo Zygmunt Bauman. Los cofrades miran al cielo pero empeñados en construir una realidad constante, repetitiva y estable frente al mundo voluble y flexible que nos rodea. No quiero parecer pedante pero hasta ese grado de complejidad puede analizarse esta fiesta, amigos no cofrades.

La Semana Santa se inserta en el presente como un tiempo fuera del tiempo, como una realidad paralela vinculada a todo lo humano, a lo primario, a los instintos, a la percepción sensorial y a dejarse llevar por los impulsos de forma ordenada y sublimada. Es una fiesta elevada. Con ella irrumpe en la ciudad la naturaleza, se mira al cielo como si retornase la sociedad agrícola extinguida tras la filoxera y del clima dependiera la cosecha. La lluvia es un vestigio de aquellos peligros que afectaban a la subsistencia. El tiempo salta de ser conversación insustancial de ascensor a problema capital, se tortura a los meteorólogos como a oráculos, se inventan supersticiones y cabañuelas, las nubes son señales de humo.

La primavera tiene un papel destacado en el desarrollo de la fiesta, la luz de la estación rodea a las hermandades y a sus imágenes, le sirve de contexto natural, como un hilo argumental, es la traductora simultánea del lenguaje de Dios a los hombres, por un pinganillo cada poco les va repitiendo "no hay muerte, se renace, más claro no os lo puedo decir". En éstas el naranjo en flor se erige como fetiche y alegoría, su humilde floración es el detonante irracional de que todo empieza otra vez. Seria una pena, estimados no cofrades, que os fascine como los japoneses disfrutan de la floración de sus cerezos, que incluso alquiléis una casa rural en el Valle del Jerte para imitar su costumbre ancestral, y que no os hayáis percatado que el azahar es vuestra sakura, y que la cuaresma vuestro hanami, sin volar a Japón. La flor del naranjo no destaca precisamente por su aparatosa belleza, es su aroma lo que se ordeña y regenera, su floración se planifica, como los partos algunos ginecólogos, retirando oportunamente la fruta, las naranjas son así la última luna llena del invierno, con la que se inicia la definitiva cuenta atrás. He leído que los nativos norteamericanos llaman a esta última luna llena del invierno "luna de gusano" porque estos bichos salen de sus escondites para fertilizar la tierra. Aunque no creáis en Dios tenéis que reconocer que sabía elegir muy bien las fechas para morir y resucitar.

Hablando de gusanos que fertilizan la tierra, con el primer cortejo procesional se entra de cabeza en un agujero de gusano pero de los astronómicos, un atajo a través del espacio y el tiempo en el que todo lo ordinario y lo material se trastoca. Así la Semana Santa se puede hacer cortísima o eterna, pero nunca será una semana como las demás. Con el stipes y el patibulum de la cruz-guía se fabrican las manecillas de un reloj que marca un horario único. En las sillas del recorrido oficial el tiempo parece no avanzar mientras se cuentan los nazarenos, aunque sean cuatro mal contados, pero llegado el trono todo son prisas y el tiempo corre que se las pela, se nos va de las manos, transcurre como una exhalación. Creo que en torno a esa sensación de pérdida de la noción del tiempo se construye todo el espectáculo, en la espera y el éxtasis, son elementos complementarios e imprescindibles, hablamos de ascética y mística al alcance de cualquiera, mientras se comen unas pipas.

El tiempo juega con todos, las hermandades tampoco son inmunes, algunas con cinco siglos a las costillas, más secas que la mojama, se pueden dejar llevar por una vitalidad arrebatadora y contagiosa mientras otras fundadas antesdeayer, en edad de comerse el mundo, sucumben a los achaques, pero que nadie cante victoria que en cuestión de años se cambiarán las tornas. Algo parecido les ocurre en Semana Santa a las ciudades y a los barrios, sus antiguos vecinos, tras la diáspora impuesta por la ciudad madrastra, reagrupados en los días santos en su lugar de nacimiento a fin de cumplir una especie de rito de empadronamiento, sin apenas conocerse, charlan en las calles, intercambian sus recuerdos como piezas de Lego: aquí la tienda de muebles, allí la lechería, un taller un poco más abajo, dos calles más allá la modista… y poco a poco van reconstruyendo el barrio perdido desde sus cimientos, como esos pueblos con sus campanarios que emergen de los pantanos para volver después a sucumbir bajo las aguas.

Hay mucho de nostalgia en la Semana Santa pero más bien de vivir varios tiempos simultáneamente, de ver una cosa y pensar en otra, de sufrir bilocaciones. Los hay empeñados en volver compulsivamente al mismo lugar a la misma hora para sentir lo mismo una y otra vez, otros procuran fabricar recuerdos nuevos como inversión de futuro. En uno y otro caso se necesita tomar contacto con la ciudad y es entonces cuando se aterriza en la cruda realidad, aparecen los monstruos de los desastres urbanísticos, de la especulación, de la gentrificación, de la sobreexplotación turística… el pueblo enfurecido se rebela, hasta por cosas nimias como unas pérgolas perfectamente desmontables, el Ayuntamiento sabe que esta preocupación es pasajera, les coloca unos pocos de reposteros de damasco rojo en los balcones para torearlos como un toro manso, al poco volverán al sofá y a sus plataformas y el municipio podrá seguir a lo suyo, desmantelando la ciudad de todos para beneficio de unos pocos, como la locomotora de un tren que avanza prendiendo fuego a sus propios vagones.

Para que el condensador de flujo permita viajar por el tiempo se acelera el pulso, se rejuvenece en Semana Santa, la edad del pavo irrumpe o reverdece, la gente se ve más guapa y posiblemente sea verdad. Puntualmente en la corriente sanguínea de las calles llenas aparecen los amigos de la infancia hechos unos carcamales pero la alegría del rencuentro se encarga de hacer la vista gorda ante cualquier signo de decrepitud y se les dice "¡joder, te veo fenomenal!" o "¡por ti no pasa el tiempo!", son mentiras piadosas por la cuenta que les trae, igual que la promesa mutua de compartir un día unas cervezas que nunca se cumplirá. Y para sentirse joven se hace lo que haga falta, algunas señoras acuden a la mantilla negra que es como la media que colocaba Sara Montiel en las cámaras para falsificar los datos de su DNI, los señores se agarran al varal como fuente de eterna juventud, estado milagroso que a duras penas aguanta hasta el encierro, dando paso a un contingente de chasquidos cervicales a ritmo de campanilleros que llega al alma, afortunadamente este año será el último y el año que viene también. Comprendedlo, estimados no cofrades, es que resulta imposible hacerse viejo teniendo madres en la flor de la vida, la belleza juvenil de la Virgen es la prueba irrefutable de que el espejo se equivoca, de que se sigue siendo un niño, hasta los fantasmas de las abuelas se aparecen en las aceras, entre el público, sobre todo en las salidas, tempranito, donde se ponían siempre, como un ectoplasmas a la vista de todos, demostrando que aún vivimos en sus días y que el más allá está a la vuelta de la esquina. Por si fuera poco, cuando la cosa empieza a decaer, algunos tienen la dicha de tener descendencia, irrumpe entonces la ilusión de verlo todo de nuevo por sus grandes ojos, limpios e inocentes, sin el resentimiento con el que poco antes se ponían en la calle para buscar rotos y descosidos, los niños, de golpe y porrazo, zurcen el pasado y el presente y bordan con letras de oro el futuro cofrade de sus padres.

Los nazarenos son apenas segundos, los tronos minutos, los cortejos horas, los preparativos años, la vida de las hermandades siglos… Es el tiempo en cualesquiera de sus variantes y magnitudes lo que se echa a la calle en Semana Santa, incluido lo inmensurable del infinito, la eternidad, es un tiempo maravilloso distinto a todos construido con simples pedazos de vidas compartidas, vidas como las vuestras.

Aquí acaban las pilastras, a todos de corazón, gracias por vuestro tiempo.