Era habitual, que el eterno grupo opositor conformado por los cadáveres que la junta de gobierno iba dejando cada cierto tiempo desperdigados por el itinerario de los cuatro años de gobierno se reuniese cada jueves (si se siente identificado ponga aquí el día de su salida procesional) en el bar El Mojito Saleroso –el que le puso el nombre sigue en libertad-, a escasos 100 metros de la parroquia y con suculentas vistas a la puerta de la Casa de Hermandad. Un lugar privilegiado para que los James Bond de ojopatio pasasen sus horas muertas (les llamaban los Parcemasa por la cantidad que acumulaban) trazando un plan para de una vez por todas y ya iban 47 –inasequibles al desaliento-, dar el salto a la permanente.

Entre quintos, cañas, carajillos y algún refresco para quien pretendía –todavía- guardar las formas, circulaban los reproches de varales tallados en diente de sierra, arbotantes firmando en pan de oro en el saliente de una cornisa, velas en el triduo –esto lo más jóvenes, los mayores no saben ni cuándo es- que parecen saludar al paso del devoto. Un álbum de recuerdos grabados a cieno con el que recurrentemente acudir al cabildo y estamparlos educadamente en la cara de algún miembra de la junta de gobierno.

Cuando la cosa se sube de temperatura –suele coincidir con acumulación de vasos vacíos sobre la desgastada mesa de noble plástico con el logotipo de una casa de cervezas- los dedos no atinan a silenciar el móvil ante la insistente llamada de la jefa que simplemente quería recordarle que la cena lleva fría tres horas y las lenguas empiezan a trabarse como en aquella ocasión que se intentó hacer el pollinico de forma improvisada y el arco de campana acabó cabalgando a lomos de una señal de paso de cebra, ahí es el momento del espectáculo de la comedia. Todo un repertorio de fétidos chistes sobre las sospechosas amistades del albacea de culto con el vestidor desparramando aceite por el camarín, o el tocado taurino que le regaló el tesorero a su señora tras un retiro de fin de semana no muy espiritual con la secretaria. Ahí llega el delirio, la troupe aplaude como pingüinos del circo y el espurreo ante un nuevo chascarrillo, decora de gotelé croquetero la pared repleta de fotos de la hermandad. Es entonces cuando el cabecilla agudiza el ingenio y reclama al camarero que lleva aguantando el festival del humor toda la tarde:

- Camarero me pone un hermano mayor con cola

- Disculpe señor. ¿Un hermano mayor?

- Sí… Un cacique

(Risas, espurreo, ovación cerrada, aplausos, pipí que se escapa y tres vasos y dos platos de montaditos a medio terminar al suelo)

El camarero vuelve a la barra buscando un paño y una escoba mientras murmulla mirando al techo "tantos chistes no hacías cuando eras su teniente hermano mayor".