Durante décadas hemos repetido, casi como una broma académica, una comparación cultural que explicaba muchas cosas: en Estados Unidos, los ciudadanos desconfían profundamente del Estado, pero aceptan con naturalidad que las empresas privadas sepan absolutamente todo sobre ellos.

En Europa ocurre justo lo contrario, se tolera, a veces con resignación, la presencia del Estado en nuestras vidas, pero se percibe como una intromisión inaceptable que una empresa privada acumule datos personales sin control. Lo interesante y preocupante es que ese viejo dicho no solo sigue vigente, sino que se está radicalizando hasta extremos que empiezan a dibujar dos modelos de sociedad cada vez más divergentes. 

En Estados Unidos, la erosión de la privacidad avanza de manera constante, normalizada y, en muchos casos, prácticamente invisible, fomentada por una administración que debe muchos favores a las empresas que financiaron su campaña y que les permite prácticamente todo.

No se trata únicamente de grandes plataformas digitales cuyo modelo de negocio se basa explícitamente en la extracción masiva de datos, sino de una proliferación de dispositivos, servicios y capas tecnológicas que convierten la vida cotidiana en una fuente inagotable de información explotable. 

Televisores inteligentes que monitorizan qué vemos, asistentes de voz que escuchan permanentemente, coches conectados que registran hábitos de conducción, ubicación y comportamiento, aplicaciones de salud que convierten el cuerpo en un flujo de datos comercializables… todo ello amparado por contratos de adhesión ilegibles, políticas de privacidad diseñadas para no ser leídas y una cultura jurídica que sigue considerando los datos personales como un activo económico antes que como una extensión de la persona.

Lo más llamativo no es la tecnología en sí, sino la ausencia casi total de debate público

Lo más llamativo no es la tecnología en sí, sino la ausencia casi total de debate público. En Estados Unidos, la recopilación masiva de datos por parte de empresas privadas no solo se acepta, sino que se defiende en nombre de la innovación, la eficiencia o la personalización.

La idea de que el mercado, por sí solo, pueda autorregular estos excesos sigue teniendo un peso ideológico enorme, incluso cuando la evidencia empírica demuestra exactamente lo contrario: más datos generan más poder concentrado, más asimetrías y más incentivos para abusar de ese poder.

Europa, con todas sus contradicciones y lentitudes, ha seguido un camino distinto. Desde hace años, la Unión Europea ha insistido en definir la privacidad como un derecho fundamental de sus ciudadanos, no como una variable negociable. El Reglamento General de Protección de Datos (GDPR) no es perfecto, pero representa una afirmación política clara: los datos personales no son una mercancía cualquiera, y su tratamiento debe estar sometido a límites, principios y responsabilidades.

Esa diferencia conceptual es clave: mientras en Estados Unidos se discute cómo monetizar mejor la información personal, en Europa se debate, al menos en teoría, cómo minimizar su recopilación y cómo garantizar que el ciudadano conserve el control. 

Esto no significa que Europa sea un paraíso de la privacidad ni que esté libre de tensiones internas. Existen, por supuesto, voces marginales y propuestas puntuales que buscan debilitar las protecciones existentes en nombre de la seguridad, la competitividad o la lucha contra el crimen. Pero conviene subrayar algo importante: esas ideas siguen siendo, en general, excepciones que generan polémica, resistencia y debate permanente.

Cuando las empresas saben demasiado, no solo pueden vender mejor, sino influir, manipular y condicionar comportamientos de maneras cada vez más sofisticadas

No constituyen el consenso dominante. La arquitectura institucional europea sigue partiendo de la premisa de que la privacidad merece ser defendida, incluso cuando resulte incómoda para ciertos intereses económicos o políticos. 

La diferencia se hace aún más evidente cuando observamos cómo reaccionan ambos sistemas ante los abusos. En Estados Unidos, las sanciones a las grandes tecnológicas suelen ser tardías, limitadas y, en muchos casos, asumidas como un coste más del negocio. En Europa, aunque la aplicación de la normativa es desigual y mejorable, existe al menos un marco que permite cuestionar, investigar y sancionar prácticas abusivas de manera sistemática.

No es casualidad que muchas de las grandes controversias sobre uso indebido de datos hayan sido destapadas, discutidas y parcialmente corregidas gracias a la presión regulatoria europea. 

Estamos, en realidad, ante dos visiones opuestas de la relación entre tecnología, poder y ciudadanía. En el modelo estadounidense, el individuo queda atrapado entre empresas que saben cada vez más sobre él y un Estado que, paradójicamente, se muestra incapaz o poco dispuesto a poner límites claros a ese conocimiento privado. En el modelo europeo, el Estado asume, al menos normativamente, un papel de árbitro que intenta evitar que el poder informacional se concentre sin control en manos corporativas.

La pregunta relevante no es cuál de los dos modelos es más cómodo a corto plazo, sino cuál es más sostenible a largo plazo. La normalización de la vigilancia privada no es neutra: afecta a la libertad individual, a la autonomía personal y, en última instancia, a la calidad democrática.

Cuando las empresas saben demasiado, no solo pueden vender mejor, sino influir, manipular y condicionar comportamientos de maneras cada vez más sofisticadas, como de hecho ya ocurre de forma cada vez más sistemática y vemos todos los días. Ignorar esa dimensión política de los datos es, como mínimo, ingenuo.

Europa no está ganando esta batalla por goleada, ni mucho menos. Pero sigue siendo uno de los pocos espacios donde la privacidad se intenta defender explícitamente como un derecho, y no como una molestia regulatoria. En un contexto global donde la tentación de convertir cada aspecto de la vida en un dato explotable es enorme, esa insistencia resulta no solo valiosa, sino imprescindible, fundamental, prácticamente identitaria. 

La alternativa es aceptar, sin demasiadas preguntas, que vivir conectados implica vivir permanentemente observados. Y eso, por mucho que se intente disfrazar de comodidad o innovación, tiene un coste que todavía no estamos dispuestos a asumir conscientemente.  

***Enrique Dans es profesor de Innovación en IE University.